Versículo base: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.” (Juan 1:1-3, RVR1960)
La eterna divinidad del Verbo encarnado
El prólogo del Evangelio de Juan representa uno de los textos más profundos y teológicamente densos de todo el Nuevo Testamento. No se trata de una simple introducción narrativa, esto una declaración teológica deliberada que establece las bases cristológicas para entender quién es Jesús antes de presentarnos sus palabras y su obra.
Yo no pretendo abordar todas las implicaciones teológicas de este pasaje, pero si es mi deseo por lo menos encender sus corazones para que puedan considerar que cuando hablamos de Jesús estamos hablando del Dios Eterno por el cual todas las cosas son y existen. Que nuestra visión del Señor sea elevada más alla de la del personaje histórico carismático; él es el Hijo Eterno del Padre que fue entregado para el perdon de nuestros pecados.
Entendiendo el Pasaje
Juan escribe su evangelio en un contexto donde convergen dos mundos: el judío y el helenístico. Para los judíos, el término “Palabra” (Logos en griego) evocaba el concepto hebreo de “dabar”, la palabra creadora y reveladora de Dios que aparece repetidamente en el Antiguo Testamento, especialmente en Génesis 1, donde Dios crea mediante su palabra. Para los griegos, el “Logos” representaba el principio ordenador del universo, la razón cósmica que daba sentido a todas las cosas. Juan, inspirado por el Espíritu Santo, toma este término conocido por ambas audiencias y lo redefine radicalmente al identificarlo con una persona concreta: Jesucristo.
La construcción gramatical en el texto griego original es extraordinariamente precisa. Al decir “En el principio era (ἦν/ēn) el Verbo”, Juan utiliza el tiempo imperfecto para indicar existencia continua en el pasado sin punto de inicio. Es decir, cuando todo comenzó, el Verbo ya existía. La frase “el Verbo era con (πρὸς/pros) Dios” implica una relación cara a cara, íntima y personal. Y finalmente, “el Verbo era Dios” establece su naturaleza divina inconfundible, donde la ausencia del artículo definido en griego (θεὸς ἦν ὁ λόγος) no disminuye su deidad, sino que la afirma mientras preserva la distinción de personas dentro de la unidad divina. Este pasaje se convierte así en el fundamento escritural para la doctrina de la Trinidad: el Verbo es distinto del Padre (“con Dios”) pero completamente divino (“era Dios”).
Tres verdades bíblicas
La preexistencia eterna de Cristo refuta cualquier cristología reductiva Cuando Juan afirma que el Verbo “era en el principio”, establece la preexistencia eterna de Cristo. Esto contradice frontalmente herejías como el arrianismo, que consideraba a Cristo como la primera creación de Dios, o el adopcionismo, que sostenía que Jesús era un hombre que posteriormente fue “adoptado” como Hijo de Dios. Tu fe no está puesta en un ser creado ni en un hombre extraordinario, sino en aquel que existe eternamente como Dios. Esta verdad debe transformar la manera en que te acercas a Cristo en oración y adoración—reconociendo que quien te escucha no es un intermediario, sino Dios mismo.
La relación eterna entre el Padre y el Hijo define la naturaleza del amor divino La expresión “el Verbo era con Dios” revela una comunión eterna entre el Padre y el Hijo. Esta relación no comenzó con la encarnación ni con la creación—es parte de la naturaleza misma de Dios. El amor y la comunicación perfecta que existe entre las personas de la Trinidad constituye la base del amor que Dios derrama sobre nosotros. Cuando experimentas el amor de Dios, estás siendo incluido en una relación que ha existido eternamente. Tu capacidad para amar a otros no surge de esfuerzos humanos, sino de participar en este amor que existía “en el principio”.
El papel creador del Verbo establece su señorío sobre todas las cosas “Todas las cosas por él fueron hechas” afirma la función creadora del Verbo. Cristo no es meramente un Salvador personal sino el Creador y Sustentador del universo entero. Esta verdad tiene implicaciones profundas para cómo percibes tu trabajo, tus posesiones y tu propio cuerpo—todo proviene de Cristo y le pertenece. La creación no es un evento impersonal sino un acto del Verbo que después se encarnaría por amor a lo que Él mismo creó. Vivir reconociendo este señorío significa gestionar cada aspecto de tu vida como mayordomo, no como propietario, de lo que le pertenece a Cristo por derecho de creación y redención.
Reflexión y oración
El prólogo de Juan no es simplemente una afirmación teológica abstracta, sino la introducción al Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros. La misma Palabra eterna que estaba con Dios desde el principio, que es Dios mismo y por quien todas las cosas fueron creadas, es la que entró en nuestra humanidad para revelarnos al Padre. Esta paradoja—el Creador eterno haciéndose criatura—constituye el corazón del evangelio y la esperanza de nuestra salvación.
Dios eterno, me asombra pensar que antes de que existiera tiempo o espacio, tú ya eras, perfecto en comunión y amor dentro de la Trinidad. Me humilla reconocer que el Verbo por quien fueron creadas todas las cosas se hizo carne por mí. Perdóname por las veces que he reducido a Cristo a un mero maestro moral o ayudante en mis dificultades, olvidando su eterna divinidad. Ayúdame a vivir hoy bajo su señorío, recordando que cada aspecto de mi existencia le pertenece a aquel que me creó y me redimió. Amén.
Lecturas del plan para hoy:
Éxodo 22, Juan 1, Job 40, 2 Corintios 10