Versículo base: «Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu» (2 Corintios 3:18, NBLA)
La gloria que transforma
Cuando hablamos de “la gloria de Dios” es posible que venga a nuestra mente una definición abstracta y hasta rodeada de misticismo. Hemos visto con mucha frecuencia cómo esta idea se ha asociado a prácticas experienciales en el culto, al emocionalismo colectivo y hasta a la aparición de ruidos o elementos extraños cayendo del cielo. Pero debemos dejar siempre que sea la Biblia quien dirija nuestros pensamientos en cada asunto. Aunque en efecto, el concepto de la gloria de Dios en la Escritura puede estar asociado a montes humeantes, una columna de fuego o algún viento recio, también es cierto que la Biblia debe ser entendida como una revelación progresiva donde va siendo cada vez más claro para el lector hacia qué apuntaba cada elemento o evento, especialmente si entendemos el Nuevo Testamento como la lente para leer y comprender el Antiguo.
En el texto que hoy contemplaremos, vemos una de las explicaciones más claras y explícitas de lo que significa la gloria de Dios y lo que produce. Aunque no es la única mención que tenemos, sí nos presenta una idea muy completa de sus implicaciones y su relación con Cristo. Pablo nos llevará de la mano para entender que la gloria ya no es algo místico y lejano, sino algo tangible y cercano en la persona de Jesús.
Entendiendo el pasaje
Pablo escribe esta segunda carta a los Corintios defendiendo su ministerio apostólico. Ciertos grupos judaizantes se habían infiltrado en la iglesia, cuestionando su autoridad y promoviendo un regreso a la ley mosaica. Estos falsos maestros presumían de sus credenciales y cartas de recomendación, insistiendo en que la verdadera espiritualidad venía por guardar la ley. Es en este contexto donde Pablo desarrolla uno de los argumentos más brillantes sobre la superioridad del nuevo pacto.
El apóstol construye su argumento de manera progresiva. Primero muestra que los corintios mismos son su carta de recomendación, escrita por el Espíritu en corazones de carne, no en tablas de piedra (v.3). Luego contrasta el ministerio de muerte grabado en piedras – la ley – con el ministerio del Espíritu que da vida (v.7-8). Si el ministerio que producía condenación vino con gloria (el rostro resplandeciente de Moisés), cuánto más glorioso es el ministerio que produce justicia.
Pero, y aquí es donde está el punto principal de su argumento, mientras Moisés ponía un velo sobre su rostro para que Israel no viera el desvanecimiento de aquella gloria temporal, nosotros contemplamos sin velo la gloria permanente de Cristo. El sentido pasaje es mas o menos como sigue: la gloria de Dios ya no está en tablas de piedra ni en rostros que necesitan cubrirse. La gloria está en Cristo mismo, y cuando lo contemplamos, esa gloria nos transforma progresivamente a su imagen. Es un proceso continuo – “de gloria en gloria” – operado por el Espíritu Santo.
Tres verdades bíblicas
- La gloria de Dios no es una aparición mística, es Cristo mismo Contrario a la idea popular de que la gloria de Dios es una especie de aparición extraordinaria o manifestación sobrenatural aislada, la Biblia nos presenta la gloria de Dios como Cristo mismo entre nosotros. Juan 1:14 lo dice claramente: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. La gloria habitó entre nosotros, caminó nuestras calles, tocó a los leprosos, comió con pecadores. Todos los elementos gloriosos del Antiguo Testamento – la nube, el fuego, el tabernáculo resplandeciente – eran sombras que apuntaban a la persona de Cristo. Cada vez que hablas del Salvador, estás hablando de la gloria de Dios entre nosotros. Jesús no es meramente una figura histórica relevante; es la presencia misma de Dios que caminó entre nosotros. Si buscas experiencias místicas pero ignoras a Cristo en las Escrituras, estás buscando gloria en el lugar equivocado.
- Aún no contemplamos la plenitud de la gloria divina Aunque Cristo es la gloria de Dios entre nosotros, hay una plenitud de esa gloria que aún no contemplamos y que está reservada para la eternidad. Pablo lo dice en 1 Corintios 13:12: “Ahora vemos por espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara”. Somos conscientes de nuestras limitaciones actuales. Dios nos ha revelado lo suficiente para salvarnos y santificarnos, pero hay implicaciones de su gloria que nuestros ojos mortales no pueden procesar todavía. Un día, cuando seamos transformados completamente, le veremos tal como Él es. Esta esperanza futura debe humillarnos en el presente. No pretendas tener toda la gloria ahora; conténtate con los destellos que Dios te da mientras caminas por fe hacia ese día glorioso donde la verás en plenitud.
- Contemplar la gloria de Dios es contemplar a Cristo y ser transformado La analogía entre Israel y la Iglesia es abrumadora. Mientras Israel no podía soportar el reflejo de la gloria en el rostro de Moisés – y hoy ese velo permanece sobre los corazones de los que no creen – nosotros contemplamos a cara descubierta. El resultado es santificación progresiva. La obra del Espíritu Santo es precisamente ésta: mientras contemplas a Cristo en todas las Escrituras, mientras meditas en el evangelio, mientras fijas tus ojos en Jesús, el Espíritu te va conformando a esa imagen. Es un proceso inevitable: mirar a Cristo produce cristianos más parecidos a Cristo. Por eso es imposible hablar genuinamente de experimentar la gloria de Dios y vivir una vida dominada por el pecado. El principal efecto de contemplar su gloria es la transformación hacia la pureza. Si dices que buscas su gloria pero tu vida no muestra santidad progresiva, probablemente estás mirando en la dirección equivocada.
Reflexión y oración
La gloria de Dios no es un espectáculo para entretener tus sentidos. Es Cristo mismo revelado para transformar tu ser. Cada vez que abres las Escrituras, tienes la oportunidad de contemplar esa gloria. Yo te pregunto: ¿estás mirando?
Padre, gracias porque no tengo que cubrirme el rostro como Israel, sino que puedo contemplar libremente la gloria de Jesús. Espíritu Santo, continúa tu obra transformadora en mí. Que cada día, al contemplar a Cristo, sea cambiado de gloria en gloria hasta que finalmente vea su rostro en la eternidad. Dame hambre por tu Palabra, donde tu gloria se revela, y hazme cada día más semejante a Jesús. Amén.