La humildad de la fe genuina
Hemos visto que la fe verdadera se demuestra en acciones concretas: gozo en las pruebas, misericordia hacia los necesitados y control de la lengua. Hoy Jacobo nos confronta con algo que toca el centro de nuestra condición humana: el orgullo. Ser cristiano y orgulloso es un oxímoron, una contradicción de términos. La fe genuina nos pone en el lugar correcto frente a Dios y frente a los demás. Y ese lugar es el de la humildad. El orgullo pone al hombre por encima de Dios. Pero la realidad es clara: Dios está en su trono y resiste a los soberbios mientras da gracia a los humildes.
Entendiendo el pasaje
El capítulo comienza preguntando por qué hay pleitos y contiendas entre los creyentes. La respuesta es porque sus pasiones están en guerra dentro de ustedes. Codician pero no tienen. Matan y arden de envidia pero no pueden obtener. Pelean y hacen guerra. La raíz del conflicto está en el deseo descontrolado que brota del orgullo. Quieren lo que no tienen y están dispuestos a destruirse unos a otros para conseguirlo.
Luego el autor va más profundo. Piden pero no reciben porque piden con malos motivos, para gastarlo en sus placeres. Esta es la primera forma en que el orgullo se manifiesta: oraciones egocéntricas. Dirigimos nuestras oraciones pensando solo en nosotros y nuestros deseos, ignorando lo que busca la gloria de Dios. Queremos que Dios sea nuestro servidor en lugar de someternos a Él como nuestro Señor.
Jacobo llama a esto adulterio espiritual. La amistad con el mundo es enemistad con Dios. El que quiere ser amigo del mundo se constituye enemigo de Dios. El orgullo nos hace buscar la aprobación del mundo en lugar de la aprobación de Dios. Pero el Espíritu que Dios ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente. Dios no comparte su gloria con nadie. Por eso resiste a los soberbios pero da gracia a los humildes.
Luego vemos el punto principal del capítulo, sométanse a Dios, resistan al diablo y huirá de ustedes. La sumisión a Dios es la solución al orgullo. Acérquense a Dios y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores. Purifiquen sus corazones, ustedes de doble ánimo. Afíljanse, lamenten y lloren. Humíllense delante del Señor y Él los exaltará. Debemos limpiarnos de ese orgullo sometiéndonos a Dios, porque de lo contrario el diablo toma lugar.
La segunda forma de orgullo que el texto expone es juzgar a otros. No hablen mal unos de otros. El que habla mal de su hermano o juzga a su hermano habla mal de la ley y juzga a la ley. Solo hay un dador de la ley y un juez, el que puede salvar y destruir. Creerse superior a otros y ponerse por encima como si fuéramos jueces es orgullo puro. La verdad es que nadie que entienda el evangelio debe seguir ese camino. El evangelio nos pone a todos bajo la misma medida y frente al mismo veredicto: pecadores que merecen el justo juicio de Dios. Nadie debe creerse superior a otro. Dios es el juez, no el hombre.
Finalmente, el texto expone la tercera forma de orgullo: la arrogancia respecto al futuro. Dicen “hoy o mañana iremos a tal ciudad, pasaremos allá un año, haremos negocio y tendremos ganancia”. Pero no saben qué sucederá mañana. Su vida es como vapor que aparece por un momento y luego se desvanece. En lugar de eso, deberían decir “si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello”. Pensar que tenemos el control de todas las cosas es ignorar al Dios soberano. Dios es quien controla el futuro, no el hombre. Toda jactancia de ese tipo es mala.
Tres verdades bíblicas
1. El orgullo corrompe tus oraciones y tus motivaciones. Cuando oras solo pensando en tus deseos y en lo que quieres que Dios haga por ti, estás tratando a Dios como tu servidor en lugar de reconocerlo como tu Señor. El texto dice que pides pero no recibes porque pides con malos motivos, para gastar en tus placeres. La fe genuina ora buscando la gloria de Dios, no solo beneficio personal. Debemos dirigir nuestras oraciones reconociendo que Dios es soberano y que su voluntad es perfecta. El orgullo pone al hombre por encima de Dios, pero Dios está en su trono y resiste a los soberbios.
2. Juzgar a otros revela que no has entendido el evangelio. Creerse superior a otros y ponerse como juez es orgullo puro. Solo hay un Juez, el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo? El evangelio nos pone a todos en el mismo lugar: pecadores necesitados de la gracia de Dios. Nadie merece salvación por sus propios méritos. Todos estamos bajo el mismo veredicto de culpabilidad. Cuando entiendes eso, dejas de mirarte como superior a los demás. La humildad genuina reconoce que Dios es el juez, no el hombre.
3. La arrogancia respecto al futuro ignora la soberanía de Dios. Planeas tu vida como si tuvieras el control total. Dices “haré esto y aquello” sin considerar que tu vida es como vapor que se desvanece. La humildad es decir “si el Señor quiere”. Esto no es fatalismo ni pasividad. Es reconocer que Dios gobierna todas las cosas y que tu vida está en sus manos. El orgullo te hace creer que controlas tu futuro. La fe genuina te pone en el lugar correcto: confiando en el Dios soberano que humilla y enaltece según su perfecta voluntad.
Reflexión y oración
Una fe puesta por obras contempla esta realidad central: Dios es quien humilla y enaltece, Dios es quien juzga, Dios es quien gobierna todas las cosas. La fe genuina nos pone en el lugar correcto frente a Él y frente a los demás. Ese lugar es el de la humildad. Dios resiste a los soberbios pero da gracia a los humildes. Sométete a Dios. Limpia tu orgullo. Reconoce que Él es el Juez y el Soberano.
Padre, reconocemos que el orgullo está profundamente arraigado en nosotros. Oramos con motivaciones egoístas. Juzgamos a otros como si fuéramos superiores. Planeamos nuestro futuro como si tuviéramos el control. Perdónanos por ese orgullo que te desplaza de Tu trono. Ayúdanos a someternos a Ti completamente. Danos la gracia de la humildad genuina que reconoce que Tú eres el Juez, Tú eres el Soberano, Tú eres quien gobierna todas las cosas. Que nuestra fe nos ponga en el lugar correcto delante de Ti. En el nombre de Jesús, amén.