Me gusta observar a la gente. Me entretiene ver cómo hablan, como se saludan, como caminan y cómo interactúan, siempre estoy imaginando cómo serán sus vidas, sus familias, su infancia etc, y ningún lugar es tan apropiado para esto como un aeropuerto.
Sin embargo, lo que voy a contar ahora no es acerca de lo que observé en otras personas, es sobre una de las pocas veces en las que, en la fila del aeropuerto, me he visto a mi mismo.
La historia
Hace apenas días tuve que viajar a Mexico, un país hermoso por cierto y al que podrías entrar sin mayores problemas, al menos eso es lo que parece.
Recibí la invitación temprano, los boletos estaban comprados y la reservación de hotel confirmada; la lista de chequeo estaba con todo en verde, pero algo no andaba bien. Conforme los días del vuelo se acercaban, una extraña sensación de angustia venía cada vez que pensaba en el viaje.
No es la sensación típica de un viaje de primerizo, este no era el caso, la sensación de angustia era miedo. Si, miedo.
No era porque el avión no aterrizara, ni tampoco por dejar a mi familia, se trataba de un miedo a la sola idea de no ser recibido en el país, de ser deportado.
Usualmente, viajar de Colombia a Mexico no es un problema, y aunque existen algunas historias interesantes de deportación, no son el común denominador; pero a mí esto me estaba paralizando.
Se suponía que estaría por casi una semana, conocería hermanos y disfrutaría de una conferencia bíblica, pero por alguna razón, mi mente nunca podía verse al otro lado de los oficiales de migración.
Así qué, se me ocurrió una idea; ¡buscar información en Google para estar tranquilo! — por favor, no hagan esto ustedes— me encontré con una decena de artículos, blogs e historias de personas que fueron deportadas sin razón aparente, así que lo que pensé que sería de ayuda, se convirtió en lo que enterraba cada vez más la espina del pánico.
El día indicado llegó, papeles en orden, y detalles cubiertos. Luego de varias escalas mi vuelo llegó a Ciudad de México y enseguida, la larga fila de inmigración. El inicio de la verdadera batalla.
El evangelio
Trataba de disimular cualquier cosa que pudiera indicar pánico y orar sin mover los labios, no quería encajar en las pistas del perfil que ya conocía por Alerta Aeropuerto (el que lee entienda), pero conforme la fila avanzaba el corazón latía con cada vez más fuerza. Yo estaba peleando, tenía miedo, pero también una lucha interna que hasta entonces no sabía contra qué o quién.
Yo estaba frente a la posibilidad de ser rechazado y eso me aterraba, así que pronto comencé, en medio de mi frágil oración, a encontrar el rostro de mi verdadero enemigo; la cara monstruosa de un ídolo que no conocía: el ídolo de la aprobación.
Lo supe porque había sentido esto antes, en la fila para solicitar la visa americana, la misma que me había sido negada un año atrás. Me había enojado con los estadounidenses entonces y ahora lo estaba contra los mexicanos. Era la misma pelea, los mismos golpes. Era el mismo monstruo.
Ahora ya sabía qué pasaba, así que sabía qué hacer. Mi problema estaba en lo profundo del corazón, donde pensaba que todo estaba en orden, pero no, ahora estaba frente a la posibilidad de ser rechazado y eso me aterraba. Pensé en la tantas veces que de niño tuve temor de hablar en público o siquiera pedir un favor a alguien o el permanente esfuerzo por sobresalir y buscar aceptación.
Pensé en que el hecho de ser respetado por mi esposa, admirado por mis hijos y amado en mi iglesia nunca me había dejado ver lo que solo hasta entonces estaba viendo, pero ahora, expuesto aunque fuera a la más mínima posibilidad de ser rechazado, estaba derribado.
Todavía estaba a tiempo, unos cincuenta turnos adelante en la fila para sellar el pasaporte y la entrada al país, comencé a recordar el evangelio y a predicarlo a mí mismo, esta vez si movía mis labios.:
Mi identidad no está en el sello de un pasaporte, sino en lo que Jesús hizo en la Cruz por mí.
No soy de aquí, soy extranjero y peregrino.
No soy más amado por Dios si oigo el sonido del sello o menos amado si siento las manos de un agente de inmigración sobre mi hombro.
Jesus, mi Salvador, fue despreciado y desechado para ganar mi salvación, no necesito ser admitido al país para que esto sea cierto.
No importa al fin y al cabo si aquí soy rechazado, en el Reino de mi Salvador seré admitido, no por mis méritos, sino por el precio pagado por mí en la cruz.
No puedo describir como cada declaración eran como golpes al rostro del monstruo, el miedo era solo el síntoma, pero el ídolo era la raíz. El evangelio estaba brillando en su esplendor, la belleza y majestad de Cristo eran cada vez más claras en mi mentes y el ídolo cada vez con menos poder en mi. Puedo decir que me sentía terriblemente bien.
Bendita gracia del Señor y bendito Evangelio. Bendito espíritu de Dios que nos escudriña hasta en lo más íntimo de nuestros pensamientos. Bendito Dios que no me dejó sin esperanza. A él pude correr y encontrar descanso. Ahora no importaba el sello o la mano en el hombro para guiarme a algún cuarto pequeño y frío, ahora solo importaba Jesus y su belleza, él en su esplendor….
— ¿Qué va a hacer? — preguntó el agente,
— voy a una conferencia cristiana— respondí.
— ¡Pum! ¡Bienvenido a Mexico señor!
Mirada al cielo y gloria a Dios por días que no olvidaré jamás.