Manuscrito del sermón
Texto: Eclesiastés 1:12-16
A principios de 1976, un avión privado aterrizó en Houston, Texas. A bordo venía uno de los hombres más ricos del mundo, Howard Hughes. Cuando las autoridades subieron al avión, quedaron impactadas por lo que encontraron. Hughes, que una vez había sido un apuesto empresario, productor de Hollywood y aviador, era ahora apenas reconocible.
Pesaba menos de 40 kilos. Su cabello y uñas no habían sido cortados en años. Este hombre, que había poseído imperios de aviación, estudios de cine, cadenas de hoteles y casinos, que había controlado gran parte de Las Vegas, que había diseñado aviones revolucionarios, había terminado viviendo como un recluso, atormentado por obsesiones, incapaz de disfrutar de su vasta fortuna.
¿Cómo puede alguien que literalmente podía comprar cualquier cosa que deseara terminar en tal estado? La respuesta se encuentra precisamente en lo que el Predicador descubrió hace tres mil años en su propio experimento con la riqueza y las posesiones.
Creo que estamos de acuerdo en afirmar que uno de los males de la humanidad ha sido precisamente correr hacia el abismo de las riquezas materiales, convencidos que allí está la plenitud y la felicidad; para encontrarse luego en un pozo sin fondo en el que ni siquiera todas las posesiones de este mundo puede saciar la gran necesidad del alma.
En nuestro último encuentro con el Predicador, lo vimos experimentar con los placeres. Probó “la gran vida” y el escapismo, solo para descubrir que eran como perseguir el viento. Hoy veremos el resultado de su siguiente experimento por buscar sentido para la vida, esta vez en acumular riquezas y posesiones con un resultado igual de trágico que en los experimentos anteriores: también esto es vanidad y como perseguir el viento.
El argumento que quiero proponerles para este sermón es el siguiente
La acumulación de posesiones y logros debajo del sol, sin Dios, no puede satisfacer el anhelo del alma humana
Veremos esta verdad desarrollarse en tres aspectos de la experiencia material:
- La vanidad de construir
- La vanidad de acumular
- La vanidad de lograr
La estrategia que emplearemos sigue siendo la misma. Examinaremos con detalle los fracasos de la búsqueda de sentido para la vida en las posesiones, los logros y las riquezas, pero veremos también como una perspectiva por encima del sol de lo material, cambia nuestra perspectiva de cómo nos relacionamos con las cosas.
1. La vanidad de construir
“Engrandecí mis obras, me edifiqué casas, me planté viñas; me hice jardines y huertos, y planté en ellos toda clase de árboles frutales; me hice estanques de aguas para regar el bosque con árboles en pleno crecimiento.” (Eclesiastés 2:4-6)
Hay algo profundamente humano en nuestro impulso de construir. Desde que los niños apilan bloques de juguete hasta que las naciones erigen monumentos, llevamos la imagen del Creador impresa en nuestro ser. Construimos para dejar una marca, para declarar: “Estuve aquí. Mi vida importó.”
El Predicador entendía este impulso mejor que la mayoría. Con recursos ilimitados a su disposición, no se contentó con pequeños proyectos. La palabra hebrea que usa —”grandes obras”— sugiere empresas monumentales, dignas de un rey. Y no cualquier rey, uno cuya gloria constructora asombró incluso a Reyes que viajaban grandes distancias, solo para contemplar la majestad de tales construcciones.
¿Qué construyó exactamente? El texto nos da detalles reveladores. Primero, “casas” —en plural. La historia nos dice que Salomón edificó además del magnífico Templo que llevó siete años, su propio palacio que requirió trece años. La Escritura menciona también su Casa del Bosque del Líbano, la Casa de la Hija de Faraón, y numerosas ciudades fortalecidas por todo su reino.
También creó un paraíso agrícola con viñedos, huertos y jardines, algo que evoca un parque paradisíaco, un reflejo terrenal del Edén. Imaginen paisajes cuidadosamente diseñados, con “toda clase de árboles frutales” —variedades exóticas, árboles raros, especies traídas de tierras lejanas.
Y para sostener esta creación, diseñó sistemas hidráulicos avanzados: “estanques de agua” para irrigación. Estos no eran simples pozos, se trataba de obras de ingeniería que capturaban y distribuían agua en una tierra donde cada gota era preciosa.
¿Qué nos está mostrando aquí el Predicador? que incluso nuestros proyectos más grandiosos, cuando se emprenden meramente “bajo el sol”, no pueden satisfacer el anhelo de significado que habita en nuestro corazón.
¿Acaso no vemos esta misma realidad hoy? Los rascacielos que definen nuestros horizontes urbanos, los estadios deportivos que rivalizan con las catedrales antiguas, las mansiones de celebridades con sus veinte habitaciones y piscinas infinitas —todas estas construcciones modernas son ecos del mismo experimento del Predicador.
Quiero que hagamos esto más fácil de digerir y pensemos en construcciones en términos de todo aquello que Dios nos ha dado la capacidad de hacer o crear con nuestras manos o con nuestra mente. Me refiero a todo tipo de trabajo que transforma la materia, que extiende la obra creadora.
La idea del Predicador era esta: si tan solo logro hacerme productivo trabajando, creando y construyendo lo que más pueda, entonces, la vida tendrá sentido. Pero el resultado no fue lo que esperaba.
¿Por qué? Porque nuestras construcciones, nuestros trabajos, por impresionantes que sean, no pueden responder las preguntas más profundas de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué permanecerá cuando yo me haya ido?
De hecho, una de las cosas que más atormenta a los que se dedican a hacer grandes construcciones y también a los que trabajan y trabajan sin descanso es: ¿todo esto de quién será al final del día?
Es cierto que todos soñamos con dejar un legado, que nuestro nombre sea recordado, pero no nos digamos mentiras ¿quién vive de estas cosas una vez es llevado a la tumba?
Hermanos y hermanas, el impulso de construir y crear no es erróneo. De hecho, refleja la imagen de nuestro Creador en nosotros. Pero con todo y las cosas sorprendentes que el hombre puede hacer, siempre hay un sentido de insatisfacción. Lo que hoy nos parece asombroso mañana ya pierde todo atractivo y así. Siempre estamos pensando en cuál es el siguiente paso, cuál será la siguiente obra, porque constantemente estamos deseando y no paramos.
No tenemos que hacer cosas para mantenernos ocupados y sentir que estamos siendo productivos y entonces concluir que todo tiene sentido. También hay provecho en parar y de vez en cuando contemplar y disfrutar lo que podemos construir con nuestras manos o con nuestras mentes.
A veces estamos tan ocupados pensando en la nueva cosa que tenemos que hacer que no disfrutamos de aquellas que tanto nos costó lograr. Eso es un mal del corazón que debemos reconocer.
No vamos a resolver el problema de esa frustración ahora, solo estamos remarcando la realidad, pero esperamos luego ver cómo encontrar un propósito en estas cosas cuando se ven por encima del sol.
2. La vanidad de acumular
Si el impulso de construir refleja nuestro deseo de crear, el impulso de acumular revela nuestra búsqueda de seguridad y estatus. El Predicador, no satisfecho con sus logros arquitectónicos y agrícolas, dirige ahora su atención a la acumulación de posesiones en una escala verdaderamente real.
Observen la progresión. Comienza con personas: “siervos y siervas”. En aquella economía antigua, la cantidad de personal indicaba la riqueza y poder de una persona. Pero no solo compró siervos; también menciona aquellos “nacidos en casa” – una señal de estabilidad y continuidad en su posesión. Su casa era grande y estaba llena de actividad humana a su servicio.
Luego menciona el ganado: “muchas vacas y ovejas” las cuales representaban capital vivo, símbolo de riqueza agrícola en una sociedad preindustrial. Y no posee solo algunos, sino que supera a todos sus predecesores en Jerusalén.
Su acumulación continúa con metales preciosos: “plata y oro”. Estos incluían “tesoros preciados de reyes y de provincias”. Imaginemos artefactos exquisitos, joyas exóticas, obras de arte únicas – los tipos de tesoros que solo un monarca podría adquirir a través de tributos y comercio internacional.
Finalmente, acumula formas de entretenimiento y placer: “cantores y cantoras” – artistas de élite para su disfrute privado. Y esa frase críptica, “los deleites de los hijos de los hombres, y muchas mujeres”, sugiere que ningún placer accesible a la humanidad le fue negado.
El cuadro que el Predicador pinta es de opulencia. Es la acumulación llevada a su expresión máxima.
¿Y qué nos muestra con este inventario asombroso? Que incluso la acumulación sin límites tampoco puede llenar el vacío del corazón humano.
Esto parece que fuera una historia de ayer. Vivimos en esta sociedad que constantemente nos promete satisfacción a través de la adquisición. “Compra esto”, nos dice, “y serás feliz”. Cada nueva posesión promete ser la que finalmente nos traerá contentamiento. Pero cada nueva compra solo crea el deseo de más.
¿Has conocido personas que compran y compran cosas que nunca usan, solo por la satisfacción que les produce tenerlas? Es absurdo. Algo hay mal en el fondo. Y no estoy diciendo que está mal comprar cosas que necesitamos, lo que digo es que asociamos al acto de adquirir algo, un valor emocional o de posición de estatus y eso termina revelando lo dañados que estamos. No es algo que podemos normalizar.
¿No es esto lo que vemos a nuestro alrededor? El empresario compra un auto de lujo, solo para desear el modelo más nuevo al año siguiente. El que compra el último teléfono celular pero no puede esperar a que salga el nuevo modelo en 10 meses para reemplazarlo. La casa soñada que pronto parece demasiado pequeña. El guardarropa lleno de ropa con etiquetas aun colgando, mientras seguimos sintiendo que “no tenemos nada que ponernos”.
La ironía es que la abundancia material puede intensificar, no disminuir, nuestra sensación de vacío.
Cuando poseemos poco, podemos engañarnos pensando: “Si solo tuviera más, estaría satisfecho”. Pero mira, El Predicador nos hizo el favor de ahorrarnos el experimento: incluso cuando creas que lo tengas todo, todavía faltará un poco más.
Los psicólogos modernos han llamado a esto el fenómeno de la “adaptación hedónica” y de lo que se trata es de que los humanos rápidamente nos acostumbramos a nuevos niveles de posesiones, volviendo a nuestra línea base de satisfacción. Lo que una vez nos emocionó pronto se vuelve ordinario.
Esto explica por qué el millonario puede sentirse tan satisfecho como quien lucha por llegar a fin de mes, por qué las celebridades con mansiones y sirvientes sufren los mismos vacíos existenciales que el resto de nosotros.
La acumulación, vista bajo el sol, resulta ser otra forma de correr tras el viento.
Estoy seguro que te sientes identificado con esto y no hay nada nuevo aquí para ti hasta ahora. La conclusión es que el daño que hemos sufrido es profundo, que hay algo que anda mal por causa del pecado y es lo que nos hace que cosas tan buenas como crear y construir o poder disfrutar de algo que deseamos simplemente comprándolo, se convierta en una cárcel.
Como bien lo sospechas, el problema tiene que estar más allá de las cosas, debe haber algo en nuestra forma de percibir el mundo que nos hace caer en esta fatalidad.
El predicador se va acercando ahora al final de su experimento con lo material. Está a punto de hacer las sumas y las restas y nosotros estamos ahí ahora para ver cuál es su saldo.
3. La vanidad de lograr
Este es el clímax del experimento del Predicador. Después de construir y acumular, alcanza lo que muchos consideran el pináculo del éxito humano: el logro incomparable, el reconocimiento, la excelencia indiscutible.
“Me engrandecí”, afirma, “y superé a todos los que fueron antes de mí en Jerusalén”. Esta no es falsa modestia ni hipérbole vacía. Es una evaluación objetiva de su extraordinario éxito. Había superado a todos sus predecesores. Era, sin duda, el más grande.
En términos modernos, lo había logrado. Había alcanzado la cima, roto todos los récords, superado todos los estándares. Era el equivalente del atleta con más medallas, del empresario con el imperio más vasto, del artista con el reconocimiento universal.
Y lo había logrado sin perder su buen juicio: “mi sabiduría también permaneció conmigo”. No había sacrificado su discernimiento en el altar del éxito. Había mantenido su claridad mental, su capacidad de evaluar y discernir.
Más aún, el Predicador no se privó de ninguna satisfacción legítima derivada de sus logros: “Y de todo cuanto mis ojos deseaban, nada les negué, ni privé a mi corazón de ningún placer,”.
Esto no es el lamento de alguien que trabajó toda su vida sin disfrutar los frutos de su labor. Es el testimonio de alguien que exprimió cada gota de satisfacción posible de sus logros.
“Mi corazón gozaba de todo mi trabajo. Esta fue la recompensa de toda mi labor”. El Predicador experimentó plenamente la sensación de satisfacción temporal que viene con el logro. Conoció el placer de ver sus proyectos completados, sus posesiones aseguradas, su reputación establecida.
Y sin embargo…
“Consideré luego todas las obras que mis manos habían hecho y el trabajo en que me había empeñado, y resultó que todo era vanidad y correr tras el viento, y sin provecho bajo el sol.”
Esta es la conclusión más devastadora, el resultado de sus sumas y restas, precisamente porque viene después del éxito absoluto, no del fracaso. No es la queja amarga de alguien que no logró sus metas, sino el sobrio análisis de alguien que lo logró todo y descubrió que seguía siendo insuficiente.
El Predicador está viendo todo desde arriba, desde la parte más alta de la montaña a la que escaló para tener una mejor perspectiva del mundo, pero nada, desde allá, todavía todo parece sin sentido debajo del sol. Nada es provechoso.
El término “provecho” aquí es crucial. En hebreo, “yithron”, sugiere una ganancia neta, un beneficio duradero. El Predicador está preguntando: Después de todo este éxito, ¿qué me queda realmente? ¿Qué ganancia permanente he obtenido? Y su respuesta es esta: ninguna, al menos no “bajo el sol”.
Esto es tan pertinente para nuestra cultura obsesionada con el logro. Vivimos en una sociedad que venera el éxito, que eleva a los “ganadores” y menosprecia a los “perdedores”. Perseguimos títulos, reconocimientos, récords, trofeos, reseñas de cinco estrellas, millones de seguidores… todo en búsqueda de ese esquivo sentimiento de “haberlo logrado”.
¿Pero cuántos han alcanzado la cima solo para preguntar: “¿Es esto todo?” Los testimonios de atletas después de ganar el campeonato, de actores después de recibir el Oscar, de empresarios después de vender en millones su empresa, a menudo revelan una inquietante sensación de “¿Y ahora qué?”.
El logro sin propósito trascendente es una escalera apoyada contra la pared equivocada. Por más alto que subamos, llegamos a un destino que no puede satisfacer los anhelos más profundos del alma humana.
Yo espero haber logrado hasta este punto al menos una cosa si estás aquí en este auditorio: Que si has vivido tu vida tratando de construir un gran proyecto para sentirte realizado, o acumular demasiado para experimentar el placer de vivir tranquilo, o estás quemando todo el combustible de tu vida tratando de que un día reconozcan todo lo que has logrado; la mala noticia es que cuando termines tu proyecto, acumules lo que crees que necesitas y te den todo el mérito que esperas, ese día seguirás sintiendo exactamente lo mismo: la frustración de que todavía falta.
Y no me malentiendas, no estoy pidiéndote que abandones todo y que no vivas. Por supuesto que no; a lo que quiero desafiarte es a que quizás estás corriendo demasiado rápido para alcanzar algo que al final no te va a dar lo que esperas. Que tal vez debas cambiar tus metas y tus motivos, el por qué haces lo que haces, guardas lo que guardas y te exiges como te exiges.
Estoy tratando de mostrarte, por medio de El Predicador, alguien que ya corrió y bastante, que ese camino no tiene salida. Considera otra perspectiva, considera otro ángulo para las cosas, considera una perspectiva por encima del sol.
¿Qué ocurre cuando elevamos nuestra mirada más allá del horizonte terreno? Todo —el construir, el acumular, el lograr— se transfigura a la luz de la eternidad.
Cuando construimos con la eternidad como horizonte, nuestros proyectos ya no son monumentos a nuestra vanidad, sino expresiones de mayordomía divina. El mismo impulso creativo que el Predicador experimentó puede convertirse en participación en la obra continua de Dios.
Pablo lo entendió cuando escribió: “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Efesios 2:10). Nuestro impulso de construir no es accidental; es el eco de nuestra creación a imagen del Divino Constructor.
La diferencia radical es que ya no construimos para nuestra gloria, sino para la Suya. Ya no edificamos para escapar de la muerte, sino como expresión de la vida eterna que ya ha comenzado en nosotros.
Las manos que Dios nos dio, los talentos o habilidades, son un regalo del Señor y cuando creamos y construimos estamos extendiendo la obra de Génesis 1. Dios nos creó con el potencial de que todo lo que hagamos comunique su gloria. hacemos las cosas con excelencia no porque queremos ganar más proyectos o construirnos un nombre, lo hacemos porque esa excelencia, esa belleza comunica la gloria de Dios y al mismo tiempo sirve al prójimo.
Yo siempre debo estar pensando en cómo puedo mejorar mis procesos, si tengo un arte, como puedo ofrecer mejores productos, ofrecer mejores servicios porque todo esto es cómo participo de mi adoración a Dios. Eso es hacerlo todo para la Gloria de Dios. No es una espiritualización barata del trabajo de lo que hablo, es el propósito mismo por el que fuimos creados, administrar y sojuzgar la tierra. Lo que sucede es que el pecado dañó eso y nos hace pensar que ahora construimos y creamos para nosotros, lo cual, como ya descubrió el predicador, es un engaño.
De manera similar, la acumulación misma puede ser redimida. Jesús no condenó la posesión, sino que transformó su propósito: “Hagan tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan” (Mateo 6:20).
Lo que acumulamos puede convertirse en instrumento de gracia cuando reconocemos que todo lo que tenemos es un préstamo sagrado.
Nuestras posesiones ya no nos poseen; se convierten en recursos para bendecir, servir a otros, practicar la generosidad.
El acumular, visto desde esta altura, no es para nuestra seguridad, sino para la manifestación del Reino.
Como administradores, no dueños, descubrimos la libertad que solo viene cuando las cosas ocupan su lugar apropiado en nuestro corazón.
Y finalmente, el logro mismo puede ser transfigurado. Pablo, que había acumulado impresionantes credenciales religiosas, llegó a esta asombrosa conclusión: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filipenses 3:8).
No es que los logros carezcan de valor, sino que su valor verdadero se revela solo cuando los vemos en relación con Cristo. El éxito, desde la perspectiva celestial, no se mide por cuánto hemos acumulado o logrado, sino por cuánto nos hemos vaciado, cuánto hemos rendido, cuánto hemos amado.
No tenemos que esconder nuestros logros debajo de la alfombra de la falsa humildad; podemos reconocer que en efecto alcanzamos cosas porque Dios nos da la gracia para estar ahí y porque sabemos que Él usará eso de alguna manera.
Como bien diría C.S Lewis:
“La humildad no es pensar menos de ti, es pensar en ti menos”
Es de esto de lo que se trata: cuando dejamos de buscar grandeza para nosotros mismos y buscamos primero el Reino, descubrimos una realización que ni siquiera Salomón, en toda su gloria, pudo encontrar “bajo el sol”.
Mis talentos, mis capacidades, mis posesiones, mis logros; todo puede ser una terrible cárcel de insatisfacción o una ventana para desde allí ver la gloria de Dios en la forma en que cada una de esas cosas sirven a su Reino y a su voluntad.
Hermanos y hermanas, la invitación hoy no es abandonar los impulsos de construir, acumular y lograr. Es permitir que estos impulsos sean bautizados, transformados por una visión que trasciende lo temporal. Que lo veamos por encima del sol.
Todo lo que el Predicador experimentó puede ser redimido cuando lo vemos, no como fines en sí mismos, sino como expresiones de una realidad gloriosa: fuimos creados para Dios, y nuestro corazón no descansará hasta que descanse en Él.
¿Qué buscarías diferente si supieras que el verdadero tesoro ya te ha sido dado en Cristo? ¿Cómo construirías si entendieras que eres co-creador con Dios? ¿Qué significaría para ti el éxito si lo midieras, no por lo que has ganado, sino por lo que has entregado?
Esta es la invitación del evangelio: no a una vida disminuida, sino a una vida tan expansiva que las categorías del mundo ya no pueden contenerla. Es la invitación a vivir, no “bajo el sol”, sino bajo el resplandor de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo.