Tiempo para estar contestos (Eclesiastés 3:9-15)

imagen de una mano empuñada como sosteniendo aire, con la palabra tiempo para estar contentos, junto a la cita bíblica de Eclesiastés 3:9-15

Manuscrito del sermón

Texto: Eclesiastés 3:9-15

Hay una pregunta que ha acompañado a la humanidad por siglos y que es la causa de muchos de los sistemas de pensamiento que hoy conocemos: ¿qué hay más allá de la muerte?

Independientemente de la cultura, la región geográfica o la época en la que un hombre pensante se encuentre, la cuestión es siempre la misma, una intriga casi agobiante resultado de la sensación palpable de que la vida no puede terminar con nuestro último suspiro. Para nosotros, lo que hemos creído en Cristo, puede ser un tema resuelto, pero no deja de ser por eso la pregunta existencial más importante que podemos plantearnos.

La razón de ser de esto es que esta sensación no proviene de nuestra mente sino de Dios que al poner su imagen en nosotros puso también el sentido de eternidad, de modo que vivimos con un anhelo permanente por ella. Algunos fabrican sistemas religiosos complejos para resolver la cuestión, otros se lanzan a la ventura para tratar de encontrarlo por medio de la observación, otros intentan ignorarlo sin éxito, pero la verdad es que no podemos apartarlo de nosotros.

Somos criaturas temporales con anhelos eternos, y esa tensión define gran parte de nuestra experiencia humana.

El predicador ha hecho un gran descubrimiento: entender los tiempos da sentido a la vida. Después de declarar que “todo tiene su tiempo”, ahora regresa a la pregunta fundamental que inició su búsqueda en el capítulo 1: “¿Qué provecho tiene el trabajador en aquello en que se afana?”

Esta vez, sin embargo, la pregunta surge en un nuevo contexto. Ya no es una expresión de desesperación existencial, sino una invitación a una comprensión más profunda y madura. El hombre que había declarado: todo es vanidad, que había experimentado con placeres, proyectos y sabiduría sin encontrar satisfacción, ahora contempla el misterio de los tiempos divinos con una mirada más amable y si se prefiere, esperanzadora.

En los versículos que explicaremos hoy, el Predicador nos llevará un paso más allá de la simple aceptación de los tiempos establecidos y el llamado a acomodarnos a ellos, a navegarlos, como lo vimos en el sermón pasado. Él nos mostrará cómo esta comprensión abre dos ventanas simultáneamente: una hacia el gozo presente y otra hacia la eternidad futura.

Que todo tiene su tiempo, significa que hay un tiempo para la vida aquí y ahora y que hay otro tiempo para la eternidad y que debemos vivir de tal modo que aprovechemos el tiempo aquí, contentos, disfrutando del don de Dios mientras nos preparamos para la eternidad

Es en esa línea que quiero proponerles el argumento para este sermón:

Podemos disfrutar del don de Dios mientras vivimos y esperamos la eternidad.

Y lo desarrollaremos a la luz de los siguientes encabezados:

  • La pregunta que persiste (v.9)
  • El disfrute mientras se vive (v.10-13)
  • La eternidad cuando miramos (v.11b, 14-15)

1. La pregunta que persiste

“¿Qué provecho tiene el trabajador en aquello en que se afana?” (Eclesiastés 3:9)

En el capítulo 1, esta pregunta surgía de observar ciclos interminables que parecían anular todo esfuerzo humano. Aquí, aparece después de reconocer que estos mismos ciclos reflejan el orden divino, donde “todo lo hizo hermoso en su tiempo”.

¿Pueden ver el cambio? No ha abandonado su inquietud fundamental sobre el valor del trabajo humano, pero la plantea desde un nuevo punto de vista y es si Dios gobierna los tiempos, entonces hay alguna manera de aprovechar cada uno de ellos.

Esta pregunta persiste porque toca algo esencial en la experiencia humana. El empresario que sacrifica décadas en una carrera para descubrir al final que perdió lo verdaderamente valioso. La madre que se pregunta si sus interminables tareas diarias realmente importan. El estudiante cuestionando si sus años de esfuerzo académico tendrán significado duradero.

Todos nos enfrentamos a esta inquietud en algún momento: ¿Vale la pena todo este esfuerzo? ¿Qué quedará de todo mi trabajo?

La diferencia crucial está en los lentes con los que formulamos la pregunta. Cuando la planteamos desde una visión puramente horizontal, debajo del sol, limitada a resultados visibles y temporales, inevitablemente lleva a la frustración. Pero cuando surge desde el reconocimiento de un orden divino, abre la puerta a una respuesta más profunda.

No debemos sentirnos culpables al experimentar la frustración que produce el trabajo debajo del sol porque incluso en los tiempos más duros hay algo que el Señor está haciendo para nuestro bien.

De esta pregunta se desprenden dos cuestiones, por un lado, la realidad de que de este lado de la eternidad habrá tiempos buenos y duros, pero todo tiene un valor eterno. Vemos la primera de estas:

2. El disfrute mientras se vive

En este punto el predicador aborda tres conceptos claves por los cuales ve ahora el trabajo como algo que tiene sentido a pesar de los límites que pone el tiempo y la vida misma.

Veamos cada uno en detalle:

“Todo lo hizo hermoso en su tiempo”

La palabra hebrea para “hermoso” sugiere algo más que belleza estética, es la idea de una adecuación perfecta, armonía entre forma y función.

Cada evento, cuando se sitúa dentro del marco del tiempo establecido por Dios, tiene su propósito, es adecuado y puede ser considerado como hermoso, funcional.

La belleza que el Predicador reconoce es contextual – “en su tiempo”. No hay nada que sea hermoso todo el tiempo, hay cosas que son hermosas en el tiempo y el momento correcto. Esta es una visión interesante de la vida.

La vida plena no se trata de vivir siempre bajo el amparo de cosas positivas porque la realidad es que nada es así debajo del sol. Los tiempos cambian, las circunstancias cambian y nosotros también, así que es cuestión de leer cada momento y lo que Dios está haciendo en cada uno de ellos.

La muerte, que antes veía solo como negación del sentido, ahora la percibe como apropiada en su momento designado. La destrucción, que antes parecía contradecir todo propósito constructivo, ahora la entiende como parte necesaria de la renovación. Los tiempos de lamento y silencio, que antes podían parecer sólo interrupciones del disfrute, ahora los reconoce como componentes esenciales de una vida plenamente humana.

Los límites que Dios nos impone con los tiempos que Él dispone, traen libertad, no frustración.

“No hay nada mejor que alegrarse y hacer el bien”

El término hebreo para “hacer el bien” (la’asot tov) tiene una riqueza que nuestras traducciones no capturan plenamente. Abarca tanto la bondad ética como el bienestar personal y comunitario. o que el Predicador está observando es que una de las formas de ver el provecho del trabajo es en ver la forma en qué sirve a los demás.

Hay momentos en que hacemos cosas que no siempre generan la remuneración económica que esperamos, pero traen un beneficio a otros y eso también es una forma de ver el propósito de Dios para lo que hacemos.

Debemos medir el éxito de lo que hacemos no por el dinero que produce sino por el bien que trae a otros. Este pequeño cambio le da otro sentido a la manera en que nos relacionamos con el trabajo.

El Predicador une aquí dos elementos que la religiosidad artificial a menudo separa: alegría personal y bondad hacia otros. La verdadera sabiduría no los ve como opuestos, sino como complementarios. La vida que Dios desea para sus criaturas incluye tanto el gozo como la virtud, tanto el disfrute personal como la contribución al bien de otros.

La alegría y la bondad fluyen juntas como expresiones de la vida que Dios nos da.

En palabras del Señor: hay más felicidad en dar que en recibir.

Muchas de las personas que no disfrutan su trabajo experimentan esto porque solo lo ven como una forma de servirse a ellos y no a otros.

La alegría y la ética nunca deben separarse.

“Es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce del fruto de su trabajo”

Aquí el Predicador profundiza en una verdad que comenzó a explorar en 2:24. La capacidad de disfrutar los placeres básicos de la vida no es un logro humano, sino un don divino. Este reconocimiento, como lo vimos en su momento, cambia nuestra relación con el trabajo y sus frutos.

En la perspectiva “bajo el sol”, el trabajo es principalmente un medio para acumular, lograr, construir legados. Pero el Predicador ha descubierto que esa búsqueda conduce inevitablemente a la frustración. Ahora ofrece una comprensión alternativa: el trabajo mismo, con sus ritmos de esfuerzo y descanso, siembra y cosecha, puede ser experimentado como participación en el orden divino.

Lo revolucionario aquí es que el Predicador eleva lo ordinario a lo sagrado. Comer, beber, disfrutar del trabajo – estas experiencias cotidianas, cuando se reconocen como dones divinos, adquieren dignidad espiritual. No son distracciones de la vida espiritual, sino expresiones de ella.

No fuimos creados para encontrar sentido en acumular en esta corta vida, sino para disfrutar y compartir de los dones de Dios.

Esta triple comprensión – la belleza de los tiempos designados, la unión de alegría y bondad, y el disfrute como don divino – ofrece la primera parte de la respuesta a la pregunta sobre el valor del trabajo. El trabajo humano encuentra su significado no principalmente en sus resultados permanentes, sino en la experiencia de participar en el orden creativo de Dios, servir a otros y recibir con gratitud sus frutos inmediatos.

3. La eternidad cuando miramos

“También ha puesto eternidad en sus corazones… Sé que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre ello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo hace Dios para que delante de Él teman los hombres. Lo que es, ya ha sido, y lo que ha de ser, ya fue; y Dios restaura lo que pasó.” (Eclesiastés 3:11b, 14-15)

El otro aspecto abordado por el predicador es por demás revelador. “Sé que Dios todo lo hace perpetuo”. Aunque ya nos había dado indicios de un cambio de perspectiva en cuanto a la temporalidad de la vida, esta es la primera vez que el predicador hace una referencia directa a la realidad de la eternidad.

La vida ya no se ve como el inicio con el nacer y el fin con el morir, sino que se extiende hacia la eternidad. Cuando dice “todo es perpetuo”, el Predicador incluye también el trabajo humano. Lo que hacemos “bajo el sol” tiene resonancias que trascienden el tiempo visible.

La palabra hebrea ‘olam (eternidad) lleva la idea de algo que se extiende más allá del horizonte visible, como un camino que continúa después de la curva. El Predicador reconoce que Dios ha inscrito este anhelo de trascendencia en el núcleo mismo de nuestra humanidad – “ha puesto eternidad en sus corazones”. Este anhelo explica nuestra incapacidad para conformarnos con lo meramente temporal, nuestra inquietud frente a la muerte, nuestra búsqueda de significado perdurable.

El vacío que sentimos ante lo temporal es la evidencia de nuestro destino eterno.

La respuesta a la pregunta sobre el sentido del trabajo y todo nuestro esfuerzo debajo del sol está en verlo a la luz de algo que tiene implicaciones eternas. Nuestras acciones, decisiones, esfuerzos y creaciones no terminan cuando morimos. De alguna manera que el Predicador solo vislumbra, pero no puede explicar completamente, participan de la obra eterna de Dios.

Otra cosa que dice el predicador es: “para ello no hay nada que quitar y poner.” El Señor es el dueño soberano de todo. Los límites que ha puesto a nosotros son para que nadie se crea grande y todos podamos reconocer que Él es el único digno de reverencia. En sus manos están nuestros tiempos, pero Él no los administra de manera tiránica sino para nuestro disfrute y para nuestro bien.

La soberanía divina no disminuye nuestra dignidad; la establece sobre fundamento inamovible.

Esta comprensión de la soberanía divina no conduce al fatalismo, sino a la reverencia. “Y lo hace Dios para que delante de Él teman los hombres.” El temor aquí no es terror paralizante, sino asombro reverente, reconocimiento de que nuestras vidas se desenvuelven dentro de un propósito mayor que nosotros mismos, pero que nos incluye como participantes, no como meros espectadores.

Ahora, al final en el verso 15 hay algo que parece enigmático: “Lo que es, ya ha sido, y lo que ha de ser, ya fue; y Dios restaura lo que pasó.” Lejos de ser una reafirmación del ciclo sin sentido que lamentaba en el capítulo 1, ahora es una declaración de confianza. La historia no es mero azar ni repetición mecánica, sino expresión de un Dios que entreteje pasado, presente y futuro en un diseño coherente.

La frase “Dios restaura lo que pasó” sugiere que nada valioso se pierde definitivamente. Lo que parece desvanecer en el tiempo, Dios lo “busca” (traducción literal del hebreo) para incorporarlo en Su propósito eterno.

Nada de lo que hacemos en este mundo se pierde en el tiempo porque en Dios estas divisiones no existen, para Él todo es parte de un mismo momento, de un eterno presente.

Este es el clímax asombroso del Predicador: el trabajo humano, esas mismas tareas que inicialmente parecían tan fútiles bajo el sol, adquieren significado eterno cuando se reconocen como participación en la obra perdurable de Dios. No porque sobrevivan físicamente para siempre, sino porque de alguna manera misteriosa pero real, forman parte del tapiz eterno que Dios está tejiendo.

La eternidad no empieza cuando morimos, Dios ya vive en esa eternidad y nuestro tiempo es parte de ese tiempo eterno. Debemos vivir con esa comprensión: vivimos una vida con tiempo limitado en el marco de una eternidad.

Aquí está la respuesta completa a la pregunta sobre el provecho de nuestro trabajo: tiene valor presente como don para disfrutar, y tiene significado eterno como parte de la obra perdurable de Dios.

Hay un tiempo para estar contentos y disfrutar el trabajo debajo del sol y ese tiempo ya hace parte de nuestra eternidad.

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