Todo tiene su tiempo (Eclesiastés 3:1-8)

imagen de una mano empuñada como sosteniendo aire, con la palabra todo tiene su tiempo, junto a la cita bíblica de Eclesiastés 3:1-8

Manuscrito del sermón

Texto: Eclesiastés 3:1-8

El tiempo —esa dimensión invisible que nadie puede tocar ni ver, pero que gobierna cada latido de nuestra existencia—. Podemos volar más rápido que el sonido, transmitir mensajes al otro lado del mundo en segundos, manipular la materia a nivel atómico, pero el tiempo… el tiempo sigue siendo indomable. No podemos detenerlo, acelerarlo o retrocederlo. Sigue su marcha inexorable, indiferente a nuestros deseos y planes.

Después de explorar la vanidad de los placeres, los proyectos, la sabiduría y el trabajo, el Predicador parece cambiar de tono. Su voz, hasta ahora cargada de frustración, adopta un matiz ligeramente distinto. Ya no de rendición, sino de reconocimiento, una resignación más o menos esperanzadora. Ya no de desesperación, sino de serenidad.

Había llegado al final del capítulo anterior con un rayo de luz: el disfrute simple de la vida como don divino. Ahora, va más allá. Si realmente Dios es el dador de todo bien, entonces también los tiempos están en Sus manos. Y esta verdad —que cada momento de nuestra vida se desarrolla bajo Su soberanía— es la que ocasiona este cambio de perspectiva.

El poema que el Predicador pronuncia a continuación es quizás el pasaje más conocido de Eclesiastés. Palabras con las que todos estamos familiarizados pero que pocas veces vemos en el contexto completo del libro.

Desde el instante de nuestro nacimiento hasta el momento de nuestra muerte, vivimos dentro de esta corriente que no podemos controlar, pero en la que debemos aprender a navegar.

Lo que el Predicador nos ofrece no es resignación fatalista ante el destino, sino sabiduría para reconocer que cada estación, cada momento en el tejido de nuestra existencia, tiene su propósito en manos del Creador, y esto pone nuestra responsabilidad humana en el contexto apropiado.

El texto que exploramos hoy representa entonces un giro crucial en el argumento del libro. El hombre que buscaba desesperadamente imprimir significado a la vida a través de sus propios esfuerzos descubre ahora que el significado ya está inscrito en el orden divino de los tiempos.

La vida adquiere sentido cuando aprendemos a movernos en armonía con los tiempos soberanos de Dios y no cuando nosotros logramos tener control de las cosas. «Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora».

Y este es exactamente el argumento que quiero proponerles:

El sentido de la vida está en aceptar que los tiempos están en control de Dios y no en el nuestro.

Y vamos a desarrollar esto a través de los catorce pares de contrastes que el Predicador nos presenta —catorce ventanas a la experiencia humana completa bajo la soberanía divina—. Estos contrastes abarcan todo: nacimiento y muerte, construcción y destrucción, guerra y paz. Juntos, forman un tapiz que representa la totalidad de nuestra existencia.

Una de las cosas más fascinantes para mí al estudiar este pasaje en particular ha sido encontrarme con la belleza de un arreglo que quizás antes no había visto con mucha claridad. Me había concentrado en cada sentencia y tal vez ver cómo aplicarla a cada momento; pero ahora, en un contexto más amplio, uno puede ver que la intención del autor con este poema no es más que llevarnos a la idea de que no hay ninguna cosa de nuestra vida que no esté en el control de Dios.

Todas las áreas que el Predicador ha abordado anteriormente: la búsqueda de sabiduría, la búsqueda de placer, las posesiones materiales, las relaciones humanas; todo está incluido en estas sentencias para darnos un mensaje claro: el sentido de la vida está en recibir cada cosa que viene de Dios como un don de Él.

Así que la estrategia que usaremos será agrupar las sentencias en distintas experiencias y luego ver cómo se relacionan entre ellas.

  • El tiempo para ciclos vitales (v.2)
  • El tiempo para construir y destruir (v.3)
  • El tiempo para las emociones (v.4)
  • El tiempo para las pasiones (v.5)
  • El tiempo para las posesiones (v.6)
  • El tiempo para sufrir (v.7)
  • El tiempo para amar (v.8)

Veamos este primer punto desde una perspectiva más integrada:

1. El tiempo para ciclos vitales

«Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado».

Estos dos pares iniciales no están separados, sino que forman una unidad que nos habla sobre los ciclos fundamentales de la existencia. El Predicador comienza su poema con la realidad más básica que todos enfrentamos: el ritmo de la vida, el flujo constante entre principios y finales.

La conexión con sus observaciones previas se ve claramente aquí. En el capítulo 1, el Predicador se lamentaba sobre los ciclos aparentemente interminables y sin sentido de la naturaleza: «Sale el sol y se pone el sol… El viento sopla hacia el sur, y gira hacia el norte… Los ríos corren al mar, pero el mar no se llena». Estos patrones repetitivos le parecían entonces una evidencia de la futilidad de todo.

Pero ahora, su perspectiva ha cambiado. Los mismos ciclos que antes veía como prueba de un universo sin sentido, ahora los percibe como parte de un orden divino, como tiempos establecidos por Dios con propósito y significado.

«Tiempo de nacer, y tiempo de morir» – este contraste primordial abarca toda la existencia humana. Nacemos sin elegirlo y, generalmente, morimos sin decidirlo. «Tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado» – este segundo par amplía la idea, mostrándonos los ritmos de siembra y cosecha que han marcado la civilización humana desde sus inicios.

El agricultor entiende lo que muchos de nosotros hemos olvidado: que hay una sabiduría en aceptar estos ritmos. Plantar fuera de temporada es desperdiciar; cosechar prematuramente es perder.

La vida adquiere un sentido más profundo cuando dejamos de luchar contra los ciclos naturales que Dios ha establecido y aprendemos a movernos con ellos.

La pregunta inicial del Predicador: «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana bajo el sol?» encuentra aquí el comienzo de una respuesta. El provecho no está en escapar de los ciclos o en pretender que podemos controlarlos, sino en reconocer que están ordenados por Dios.

Parte de la frustración de muchos es que no admiten eso. La vida nos pasa por etapas. Un anciano que se comporta como adolescente o un joven que quiere saltarse las etapas que debe vivir, de eso estamos llenos.

Debemos prepararnos para vivir cada etapa de nuestra vida y disfrutarla como un regalo de Dios.

2. El tiempo para construir y destruir

«Tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de derribar, y tiempo de edificar».

Estos versos capturan la tensión esencial entre destrucción y restauración. El Predicador, que había emprendido grandes obras en su búsqueda de significado, ahora comprende que la sabiduría reside en discernir cuándo es apropiado cada acto.

«Tiempo de matar, y tiempo de curar» – a primera vista, estas palabras pueden resultar perturbadoras. Pero en el contexto agrícola y de gobierno de la antigua Israel, ambas acciones eran realidades necesarias. Un rey debía defender a su pueblo en tiempos de guerra y protegerlo en tiempos de paz. El pastor debía sacrificar animales para alimento y sanar a los enfermos para preservar su rebaño.

«Tiempo de derribar, y tiempo de edificar» – este par resuena directamente con la experiencia constructora del Predicador descrita en el capítulo 2. Allí nos contó: «Me edifiqué casas, me planté viñas, me hice huertos y jardines». Ahora reconoce que la verdadera sabiduría incluye saber cuándo es necesario derribar estructuras viejas antes de edificar nuevas.

En su intento de encontrar sentido a través de grandes proyectos, el Predicador se había concentrado exclusivamente en edificar, acumular, construir. Ahora entiende que el ritmo divino incluye tanto la construcción como la deconstrucción, tanto la curación como la poda.

Este balance resulta fundamental para una vida plena. Las civilizaciones que perduran son aquellas que saben cuándo preservar y cuándo renovar. Las personas sabias reconocen cuándo mantener ciertas estructuras en sus vidas y cuándo es tiempo de transformarlas.

La vida no se trata siempre de estar construyendo cosas; las pausas para replantear y reconocer que algunas cosas deben ser quitadas es también parte de ese sentido. No todo negocio que emprendemos debe funcionar, no toda carrera que comenzamos debe desembocar en un gran empleo.

La dinámica de la vida es precisamente empezar cosas, pero también abandonar otras; no es un flujo lineal en el que todo crece hacia arriba, hacia adelante; es un ciclo en el que continuamente estamos aprendiendo algo de cada situación y de cada tiempo.

Hay sabiduría en reconocer que tanto la construcción como la destrucción, adecuadamente ubicadas en su tiempo, forman parte del plan divino.

3. El tiempo para las emociones

«Tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de lamentar, y tiempo de bailar».

En el capítulo 2, el Predicador había declarado: «A la risa dije: ‘Está loca’, y del placer: ‘¿De qué sirve?’». Su experimento con los placeres superficiales lo dejó insatisfecho. Ahora comprende que el problema no era la risa o el gozo en sí mismos, sino buscarlos fuera de su tiempo apropiado.

Estos contrastes emocionales reflejan la sinceridad que Dios valora. Hay circunstancias que merecen lágrimas y lamento – intentar forzar la alegría en esos momentos es deshonesto. Igualmente, hay ocasiones para el regocijo y la celebración – reprimirlas por una falsa piedad resulta igualmente inapropiado.

Santiago lo dejó claro cuando dijo: «¿Sufre alguien entre ustedes? Que haga oración. ¿Está alguien alegre? Que cante alabanzas» (Stg 5:13).

La sabiduría emocional consiste en permitir que cada sentimiento tenga su expresión adecuada en su momento correcto.

El llanto genuino tiene su valor, así como la risa auténtica. El lamento tiene su propósito, así como el baile de alegría.

Somos presionados continuamente hacia una perpetua positividad artificial. “Mantén la sonrisa”, “Siempre positivo”, “Las buenas vibras” – estos mantras modernos contradicen la sabiduría que el Predicador está mostrando aquí. La vida plena incluye toda la gama de emociones humanas, cada una en su tiempo apropiado.

El Señor mismo encarnó esta verdad. Lloró ante la tumba de Lázaro, se regocijó en el Espíritu, expresó justa indignación en el templo. Su vida emocional reflejaba perfecta sintonía con los tiempos de Dios.

No podemos sólo pensar que la vida tiene sentido cuando reímos, pero no cuando lloramos, porque si reconocemos que de Dios viene todo lo bueno, entonces encontraremos provecho en ambas.

El que llora encuentra consuelo, el que se ríe encuentra alegría. El que llora lo hace por encontrar arrepentimiento y quebranto, el que se ríe lo hace por encontrar gozo y restauración. El que llora es fortalecido en la debilidad, el que ríe es animado por la esperanza. Todo ello porque Dios da cada cosa para cada tiempo.

Si tú lloras de dolor ahora, el tiempo perfecto de Dios para ti no será cuando puedas reír; el tiempo de Dios perfecto para ti es ahora, este en el que en medio del dolor Él ha dispuesto que también puedas encontrarle.

Hay un profundo sentido de satisfacción que surge cuando permitimos que nuestras emociones fluyan en armonía con los tiempos divinos, sin forzar prematuramente la alegría ni aferrarnos indebidamente al dolor.

4. El tiempo para las pasiones

«Tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar».

El Predicador nos lleva ahora a considerar los ritmos incluso en nuestras relaciones más cercanas e íntimas. Leemos en el versículo 5: «tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar y tiempo de abstenerse de abrazar».

¿Qué podría significar ‘esparcir y juntar piedras’ junto a la idea de abrazar? Una interpretación fascinante proviene de la antigua tradición judía. Como señala el erudito bíblico Francisco García-Treto en su comentario, un influyente texto rabínico llamado Qohelet Rabbah, de alrededor del siglo VIII, entendía esto en el contexto de la vida matrimonial y sus tiempos sagrados. Explicaba que ‘esparcir piedras’ aludía al tiempo en que la esposa era considerada ritualmente pura y la intimidad era apropiada según su ley, mientras que ‘juntar piedras’ se refería al tiempo de impureza ritual, un tiempo de abstinencia.

Vemos así cómo esta antigua lectura conectaba directamente las ‘piedras’ con el ‘abrazo’, entendiendo todo el versículo como una reflexión sobre los tiempos divinamente señalados incluso para la cercanía física en el matrimonio.

La ley mosaica establecía períodos de abstinencia por razones rituales y de salud. Esta sabiduría reconoce que incluso en el ámbito de la pasión humana, el discernimiento de los tiempos es esencial.

El Predicador, que había probado abundantes placeres sensuales como parte de su búsqueda (como sugiere 2:8 con «los deleites de los hijos de los hombres»), ahora comprende que estos placeres tienen su valor apropiado dentro de un marco ordenado por Dios.

Incluso nuestros impulsos y pasiones más naturales están sometidos a un orden divino.

La verdadera libertad no consiste en satisfacer cada deseo en cualquier momento, sino en expresarlos en sus tiempos apropiados.

Pablo captó esta sabiduría cuando aconsejó a los corintios: «No se nieguen el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por un tiempo, para dedicarse a la oración» (1 Corintios 7:5). Reconoció que incluso la intimidad matrimonial tiene sus tiempos designados.

Piensen en los que reducen la plenitud de sus vidas a la capacidad que tienen en su juventud de dar rienda suelta a sus placeres. ¿Qué será de ellos cuando una condición física o su edad, por el ciclo mismo de la vida, se los impida? ¿No le parece que en ocasiones lidiamos con nuestras pasiones en el sentido puramente animal?

El libro de Cantares, también atribuido al Predicador, es un poema precioso que alude precisamente al valor de la sexualidad, las pasiones, el abrazarse y la intimidad, dentro del contexto correcto.

5. El tiempo para las posesiones

«Tiempo de buscar, y tiempo de dar por perdido; tiempo de guardar, y tiempo de desechar».

Estos contrastes abordan nuestra relación con los bienes materiales. El Predicador, que había acumulado «plata y oro, y tesoros de reyes» (2:8), ahora reconoce la sabiduría de saber cuándo buscar y cuándo renunciar, cuándo conservar y cuándo desprenderse.

Esta perspectiva resuena con las palabras del Señor: «No acumulen tesoros en la tierra… sino acumulen tesoros en el cielo» (Mateo 6:19-20). No condena la posesión de bienes, sino que la sitúa en el contexto de los tiempos divinos.

La aplicación práctica implica discernimiento: ¿Es tiempo de buscar nuevos recursos o de contentarse con lo que se tiene? ¿Es momento de conservar lo acumulado o de liberarse de posesiones que ya cumplieron su propósito?

6. El tiempo para sufrir

«Tiempo de rasgar, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar».

El rasgar las vestiduras era expresión hebrea de duelo profundo. Este par, junto con el contraste entre silencio y palabra, aborda nuestra respuesta al sufrimiento.

Job ilustra perfectamente este principio – sus amigos guardaron silencio durante siete días, respetando su dolor. Su error fue cuando empezaron a hablar prematuramente, ofreciendo explicaciones inadecuadas.

El Predicador, que había buscado en la sabiduría una respuesta al sufrimiento humano, ahora entiende que hay momentos para expresar dolor abiertamente y otros para recomponerse, tiempos para guardar silencio y otros para articular nuestra experiencia.

7. El tiempo para amar

«Tiempo de amar, y tiempo de odiar; tiempo de guerra, y tiempo de paz».

El poema concluye con los contrastes más intensos de las relaciones humanas. El Predicador, como rey, conocía bien los tiempos de guerra y paz, las alianzas y las enemistades.

Estos versos no justifican el odio personal, sino que reconocen la realidad de los conflictos necesarios. David expresó este principio cuando escribió: «¿Acaso no aborrezco a los que te aborrecen, SEÑOR?» (Salmo 139:21).

Esto tiene que ver con el saber cómo actuar en momentos de conflictos, cuándo pasar por alto una ofensa y cubrirla en amor y cuándo confrontar la injusticia de un pecado.

Así cierra El Predicador este hermoso poema tan rico y tan realista, y conviene que abordemos algunas reflexiones finales.

Vamos a resumirlo de manera breve:

  • Los ciclos vitales nos enseñan humildad. Nacemos y morimos, plantamos y arrancamos según designios más grandes que nuestros deseos. No somos dueños del tiempo; solo vivimos en un mundo que sigue sus reglas, las cuales han sido establecidas por el sabio Creador del universo.
  • La construcción y destrucción requieren discernimiento. Hay momentos para edificar y momentos para demoler. La sabiduría no está en construir perpetuamente, sino en saber cuándo cada acción es apropiada.
  • Las emociones demandan autenticidad. Las lágrimas tienen su propósito, igual que la risa. El lamento su lugar, igual que la celebración. Reprimir lo que debe expresarse o forzar lo que debe esperar es luchar contra el ritmo divino.
  • Las pasiones exigen respeto. La intimidad tiene sus momentos para ser honrada, así como los momentos para guardar la distancia. Los vínculos más profundos florecen cuando honramos sus tiempos apropiados.
  • Las posesiones requieren libertad. Hay tiempo para adquirir y tiempo para soltar. Si el Señor nos permite poseer bienes, no debemos permitir que ellos nos posean a nosotros.
  • El sufrimiento pide expresiones honestas. Hay momentos para rasgar y momentos para coser, para callar y para hablar. Hay sabiduría en saber qué tipo de respuesta debemos expresar ante el dolor. No hay nada de malo en el lamento cuando sufrimos, pero tampoco en el silencio, porque en las muchas palabras, no falta el pecado.
  • El amor y el conflicto demandan integridad. Hay tiempo para amar y tiempo para confrontar, para luchar y para hacer la paz. La verdadera paz no es ausencia de conflicto, sino conflicto resuelto en su tiempo adecuado.

El Predicador, que había buscado desesperadamente sentido en experiencias, posesiones y logros, descubre que el sentido ya estaba inscrito en el orden divino de los tiempos. No lo encontramos controlando la vida, sino moviéndonos en armonía con los ritmos establecidos por Dios.

En el gran escenario de la vida, parece que por fin encontramos junto a El Predicador la esencia del sentido de la vida, además de entender que todo es don de Dios. Se trata de reconocer que tales dones no vienen según nuestra voluntad, sino según su designio soberano.

Piénsalo bien, gran parte de las frustraciones de El Predicador, y nuestras también, vienen como resultado de una visión distorsionada de la realidad y de pensar que la plenitud sólo se encuentra en los momentos buenos, en las risas, las abundancias, los placeres, las posesiones y no en el llanto, la escasez, el lamento, la tristeza, la rabia o el dolor.

Esa era la gran diferencia entre la mujer de Job y Job. Ella entendía que no valía la pena seguir viviendo si había sufrimiento, y las palabras de Job son cargadas de tanta sabiduría: «Neciamente has hablado. ¿Recibiremos de Dios el bien y el mal no lo recibiremos? El Señor dio y el Señor quitó, sea el nombre del Señor bendito». Detrás de esto está el pensamiento del que El Predicador quiere persuadirnos: es de Dios de donde vienen los tiempos buenos y es de Dios de donde vienen los tiempos malos, y en ambos Él obra según su designio.

Hay un gran alivio en saber que el Señor está obrando en cada tiempo y etapa de nuestras vidas, cualquiera que sea, y esa comprensión le da sentido a la vida.

Las personas que viven con esta comprensión de la vida no mueren por la ansiedad de los días malos ni pierden la cabeza en los días buenos, porque esos son los tiempos del Señor.

Hermanos míos, el tiempo del Señor para nosotros es este en el que estamos viviendo lo que vivimos ahora; el día de mañana, ¿por qué ha de preocuparnos? Dejémoslo que venga con su afán. Si hoy hay tiempo para disfrutar, disfrutamos; si hay tiempo para soportar, soportamos; si hay tiempo para reír, reímos; si hay tiempo para llorar, lloramos.

Llegará un día en que los tiempos ya no cambiarán más, en el que no habrá más dolor, ni tristeza, ni llanto; en el que sólo recibiremos de Dios todo el bien; pero ahora, mientras estamos debajo del sol, es una gran bendición descansar en que estos tiempos de dolor y sufrimiento no serán eternos y que el Señor los ha permitido con un propósito. Eso es realmente liberador.

Amigo que estás aquí, yo no sé qué tiempos estés viviendo ahora o qué te haya traído a escuchar este mensaje hoy, pero déjame leer para ti un pasaje en el que quiero que reflexiones:

Y como colaboradores con Él, también les exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios; pues Él dice: «En el tiempo propicio te escuché, y en el día de salvación te socorrí». Pero ahora es ‘el tiempo propicio’; ahora es ‘el día de salvación’ (2 Cor 6:2 NBLA).

Todo tiene su tiempo, y este es el tiempo en el que el Señor te llama a que te arrepientas y creas en Él. No desperdicies más tu vida. Ven a Cristo hoy.

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