Manuscrito
Texto bíblico: Mateo 5:43-48
El domingo pasado comenzamos lo que denominamos el clímax del Sermón del Monte, quizás el bloque de enseñanzas más significativo y distintivo de esta magistral disertación del Señor Jesucristo.
A lo largo de varios contrastes, el sermón se ha movido en la dirección de mostrarnos que sí, definitivamente, los que son del Reino, los que son bienaventurados, deben exhibir una justicia superior a la de los escribas y fariseos. Estas personas no deben buscar el mal de su prójimo, ni siquiera con la intención; además, deben proteger la forma más elemental de lealtad: el matrimonio.
Vimos, además, que los ciudadanos del Reino deben dar honor a sus palabras y no deshonrar sus compromisos. Finalmente, en la última semana, observamos cómo el llamado a los hijos del Reino es a no devolver mal por mal, sino ver las acciones contra ellos como oportunidades para mostrar el bien.
En este pasaje que hoy veremos, responder a las ofensas no es algo pasivo, sino que debe ser algo a lo que nos inclinamos positivamente; esto quiere decir que si nos ofenden, si toman nuestras pertenencias o si nos imponen su autoridad y fuerza, nosotros, a pesar de su actuar, vamos a amarlos y amarlos de una manera en la que solo Dios, nuestro Padre que está en los cielos, puede amar.
Esto es, como decíamos en el sermón pasado, la más elevada forma de vivir; después de todo, ser discípulos de Cristo no puede significar otra cosa que imitarlo a él y ser como Él.
Este llamado del Señor en este pasaje es la cosa más conocida del cristianismo. Incluso los que no están familiarizados con la fe reconocen que, si hay algo por lo que el cristianismo es conocido, es por su irrestricto compromiso de no devolver mal por mal y por la inexplicable convicción de amar, sí, amar, no siquiera tolerar, sino amar a aquellos que les hacen daño.
Y este es precisamente el argumento que vamos a desarrollar en este sermón:
La justicia de los hijos del reino está caracterizada por el amor a sus enemigos porque esto los hace semejantes a Dios.
Y desarrollaremos este argumento a la luz de los siguientes encabezados:
1. El “qué” del mandamiento
2. El “cómo” del mandamiento
3. El “para qué” del mandamiento
1. EL “QUÉ” DEL MANDAMIENTO
A estas alturas ya debemos estar familiarizados con esta forma de argumentación del Señor Jesucristo, quien ha decidido usar la antítesis a fin de contraponer la enseñanza de los fariseos vs. el espíritu correcto de cada mandamiento. Su propósito ha sido mostrar que en el Reino la ley va más allá de la letra muerta, que es un estándar de vida, que es lo que Dios espera de aquellos que pertenecen a su reino porque es el sello de que en efecto le pertenecen a Él.
Al igual que en los casos anteriores, el problema no venía de una ley que fuera inventada, sino de una interpretación equivocada o acomodada de las leyes ya existentes. En Levítico 19:18 leemos:
No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor.
¿Entonces? ¿Dónde estaba el problema? Bueno, los maestros del tiempo del Señor Jesucristo y quienes daban dirección espiritual al pueblo, habían llegado a enseñar que dado que este texto dice explícitamente “a los hijos de tu pueblo”, entonces para ellos estaba permitido, o por lo menos no era ilícito, odiar o aborrecer a quienes no eran parte del pueblo de Dios, esto es, a los gentiles. Posiblemente hasta empleaban textos como el Salmo 139:21-23.
¿No odio a los que te aborrecen. Señor? ¿Y no me repugnan los que se levantan contra ti? Los aborrezco con el más profundo odio; se han convertido en mis enemigos.
Bueno, todo parece indicar que un poquito de este pasaje, más un poquito del otro y revolver con fuerza, daba como resultado esta enseñanza de que no solo era permitido, sino que se les pedía odiar a los que no eran judíos.
Ellos ignoraban voluntariamente los múltiples textos en los que el Señor manda a tener misericordia del extranjero y en el texto mismo, a no odiar ni a tener venganza; pero ellos pensaban que ese era un sentimiento que funcionaba solo hacia cierto grupo de personas. Que se podía ser un odiador de no judíos y no ser un “odiador”, tener rencor contra todos los gentiles, pero ser alguien que no guarda rencor.
El debate de ellos se había trasladado entonces a la arena de “quién es el prójimo” porque, de acuerdo con su proceder, si podían probar que alguien no era del pueblo de Dios, entonces ese era motivo suficiente para aborrecerlo.
Parte de esto fue la conversación de un joven rico con el Señor Jesucristo; cuando fue confrontado a amar a su prójimo, su pregunta fue “¿Quién es mi prójimo?” y Jesús usa la conocida parábola del buen samaritano para ilustrar que incluso alguien tan aborrecible para ellos como un samaritano era considerado el prójimo (Lucas 10:25-37).
Con esta modificación de la ley, ahora podían añadir párrafos. Si un judío era publicano, ¿se podía odiar? Si el judío peca, ¿se puede odiar? ¿Si un judío hacía algo malo, se le podía odiar? ¿Y qué hay de los prosélitos como Cornelio? ¿Se podía odiar? Estaban pensando tanto en a quién odiar lícitamente que se habían olvidado de lo más importante: amar.
Y aquí quiero detenerme un poco porque es el centro de la enseñanza de Jesús. ¿Qué significa realmente amar al prójimo? La palabra aquí para amor no es como el de uno que nace por la familia, no es el inherente a una relación, sino todo lo contrario, uno que toma una iniciativa, un amor que es intencional, que se produce como una decisión de hacer bien a quien a nuestros ojos merece el mal.
Debemos reconocer con profunda tristeza que, aunque todos sabemos que ser cristiano se trata principalmente de amar, a pocos nos importa realmente poner ese amor en práctica.
No estamos muy lejos de estos fariseos y escribas, no estamos lejos de su parcialidad y alteración del mandato del Señor. Nos resulta muy fácil amar a aquellos que no son afines, pero ¿y qué de los que nos parecen difíciles? Y no me refiero a los que están fuera del pueblo de Dios, sino incluso dentro.
Mis hermanos amados, que Dios nos ayude a ver nuestra hipocresía, a ver lo selectivos que somos muchas veces con a quién servimos y a quién amamos. Que Dios nos ayude.
Ya vimos entonces el “que” del mandamiento y el problema con la interpretación que habían dado los escribas y fariseos. Pero el Señor ahora extiende este mandamiento mostrando que los hijos del reino están llamados a amar al prójimo, incluso si ese prójimo es su enemigo.
2. EL “CÓMO” DEL MANDAMIENTO
Pero yo les digo: amen a sus enemigos.
Si hasta ahora los oyentes de Jesús se sentían contrariados por todo lo que estaban escuchando y que era un desafío a todo lo que habían escuchado, con esta declaración están estirando al máximo su esfuerzo por comprender.
No hay ambigüedad aquí. Amar a los enemigos no es otra cosa que hacer por ellos lo mismo que harías por alguien que consideras del pueblo de Dios.
Esta clase de amor es contraintuitivo, no es algo que concebimos. Incluso nuestro instinto de supervivencia nos dice que debemos distanciarnos del que nos hace mal y no solo eso, sino aborrecerlo. Esto no quiere decir que debemos ser necios y ponernos en la línea de quien quiere hacernos daño; más bien habla de cuál debe ser la actitud de nuestro corazón; somos llamados a hacer todo lo posible por amar.
Esto sin duda no es algo que pueda producir este mundo. Solo imagínense el tipo de relaciones, de familias, de sociedades que esta forma de vivir traería. Una donde todos estamos buscando el bien y no el mal del otro, pues bueno, esa es la manera en la que el Señor espera que vivamos.
Los hijos del Reino no deben permitirse el odio en el corazón hacia el prójimo; por el contrario, deben estar inclinados a amar y servir incluso a quienes les aborrecen.
Piensa por un momento en lo difícil que es a veces dirigir la palabra a alguien con quien tenemos una diferencia o desacuerdo; ahora imagínate lo que es hacer algo bueno por el que te daña.
En Proverbios leemos:
Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer pan, y si tiene sed, dale de beber agua; porque así amontonarás brasas sobre su cabeza, y el Señor te recompensará (Proverbios 25:21–22).
Pablo complementa esta idea en Romanos:
Nunca paguen a nadie mal por mal. Respeten lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto de ustedes dependa, estén en paz con todos los hombres. Amados, nunca tomen venganza ustedes mismos, sino den lugar a la ira de Dios, porque escrito está: «Mía es la venganza, Yo pagaré», dice el Señor. «Pero si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber, porque haciendo esto, carbones encendidos amontonarás sobre su cabeza». No seas vencido por el mal, sino vence el mal con el bien. (Rom 12:17-20 NBLA)
Puede que estés pensando en lo difícil que esto puede ser, pero el Señor nos dice cómo empezar: oren por los que los persiguen.
El primer acto de amor que hacemos por un enemigo es orar por él.
Dice el comentarista William Barclay:
«No podemos seguir odiando a nadie en la presencia de Dios. La manera más eficaz de acabar con la amargura es orar por la persona que estamos tentados a odiar».
En la versión de Lucas se añade un elemento más.
Pero a ustedes, los que oyen, les digo: amen a sus enemigos; hagan bien a los que los aborrecen; bendigan a los que los maldicen; oren por los que los insultan. (Lc 6:27-28, énfasis añadido).
Bendecir al enemigo es otra cosa que podemos hacer por nuestros enemigos y eso define también el contenido de nuestra oración.
Puede que en principio ni siquiera podamos pronunciar su nombre, pero pronto vamos dejando toda nuestra carga en el Señor y nuestro corazón se va haciendo liviano.
El Señor quiere con este mandato guardarnos de la amargura y el enojo, cosas que nos van a impedir disfrutar de la bendición del reino.
Los enemigos que nos encontramos en este mundo van a incomodar nuestro andar; pero el Señor no quiere que sea eso lo que ocupe nuestras energías y fuerzas, sino encontrar el provecho de vivir como Él.
Pero, ojo, no somos llamados a amar a nuestros enemigos porque nos resulte terapéutico o porque nos libere el alma; esto no es una mera asimilación positivista de las dificultades, hay un propósito mucho mayor y es que esto es lo que nos hace semejantes a Dios.
Y es precisamente esto lo que nos conduce a nuestro tercer y último encabezado:
3. EL “PARA QUÉ” DEL MANDAMIENTO
Al principio de este sermón dijimos que nada es tan cristiano como amar a nuestros enemigos y la razón es que esto es justamente lo que hace Dios.
Él hace llover sobre buenos y malos; Él no hace acepción de personas, Él no discrimina. Incluso ni siquiera en la muerte del impío y su juicio, a pesar de que es la aplicación de su justicia, el Señor no se regocija en ello:
Diles: “Vivo Yo”, declara el Señor Dios, “que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Vuélvanse, vuélvanse de sus malos caminos. ¿Por qué han de morir, oh casa de Israel?”. Ezequiel 33:11
Él es infinitamente bondadoso, incomparablemente lleno de gracia; Él es amor en esencia y nos pide que imitemos su amor.
El argumento de Jesús es que los hijos de Dios deben parecer hijos de Dios. Tal como los hijos se parecen a sus padres, Dios espera que los hijos del Reino se parezcan al Rey.
Esto es lo que nos hace diferentes, esto es lo que hace que seamos sal y seamos luz, esto es lo que hace que los hijos de Dios sean diferentes a los hijos del reino de este mundo.
Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa tienen? ¿No hacen también lo mismo los recaudadores de impuestos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen más que otros? ¿No hacen también lo mismo los gentiles?
¿Cuál es, entonces, la meta de ser un hijo del Reino?, sino vivir conforme a su mandamiento, a su amor y su bondad.
El Señor les está diciendo a los religiosos de la época que, al amar solo a los que los aman, entonces se estaban haciendo semejantes a aquellos que estaban odiando. A los publicanos y los pecadores.
Toda persona, por muy mala que sea, encontrará alguna forma de amar algo o a alguien; pero nosotros no estamos llamados a compararnos con el estándar de los hombres, sino con el estándar de Dios, y esa es justamente la pregunta que debemos hacernos: ¿qué estamos haciendo como cristianos que no hagan aquellos que no conocen al Señor?
¡Oh, pero esto es imposible!, ¿Acaso se nos está pidiendo que seamos perfectos? Sí. Eso es justamente lo que el Señor añade. Su forma de vida es el llamado de Dios a ser perfectos como el Padre es perfecto.
Esta es una declaración que ha dado lugar a mucho debate. ¿Es posible que el Señor esté diciendo que debemos ser perfectos sin ningún tipo de pecado? ¿Es esto algo relacionado solo con amar a los enemigos o a todo lo que ya se ha mencionado en este capítulo 5 sobre la justicia que deben exhibir los hijos del Reino?
No tenemos el espacio para ahondar en todas las implicaciones semánticas de esta palabra, pero la idea parece estar en ser completos o conforme al propósito por el cual fue creado. La palabra griega empleada aquí es teleios. Según el comentarista William Barclay:
La palabra griega para perfecto es teleios. Esta palabra se usa a menudo en griego en un sentido muy especial. No tiene nada que ver con lo que podríamos llamar perfección abstracta o metafísica. Una víctima que es apta para el sacrificio a Dios, que no tiene defecto, es teleios. Un hombre que ha alcanzado su plena estatura es teleios en contraposición a un chico que está creciendo. Un estudiante que ha alcanzado un conocimiento maduro de su asignatura es teleios en oposición a otro que no ha hecho más que empezar y que todavía no ha captado suficientemente las ideas. Por decirlo de otro modo: La idea griega de la perfección es funcional. Una cosa es perfecta si cumple plenamente el propósito para el que fue pensada, diseñada y hecha.[1]
Ahora, si conectamos esta idea con todo lo que el Señor ha dicho en este mismo pasaje y en el contexto general del Sermón del Monte, el propósito de vivir con este estándar de justicia es imitar a Dios y que quienes vean esa forma de vivir den gloria a Él.
Eso es lo mismo que decir que lo que espera el Señor es que seamos santos como Dios es santo. En el Antiguo Testamento lo vemos así:
Serán perfecto delante del Señor tu Dios (Deuteronomio 18:13).
Y esto en el contexto de recordar las leyes según las cuales estaban llamados a vivir en la tierra prometida para mostrar a las demás naciones que eran el pueblo de Dios.
El Señor no estaba esperando que jamás cometieran una falla moral, aunque pudiera implicarse en última instancia; sino que fueran santos, que su manera de vivir reflejara el propósito de su existencia como una nación.
Y como señalan también otros comentaristas[2], esta manera de hablar no es sino otra forma de referirse a la santidad del creyente.
Yo soy el Señor su Dios. Por tanto, consagraos y sean santos, porque yo soy santo (Levítico 11:44).
Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: «Serán santos porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (Levítico 19:2; cf. 20:7, 26).
Pueden ver la gran implicación de este llamado. La vida del reino es el llamado a una vida de santidad.
La justicia superior a la de los escribas y fariseos es eso, es ser santos en la manera en que Dios espera que lo seamos, no solo observando reglas externas, sino incluso en las intenciones de nuestro corazón.
No es difícil ver que, si hay algo de lo que carece el cristianismo contemporáneo, es de un pobre compromiso con la santidad. Parece que no somos conscientes de lo que representamos.
Nos conformamos con ser un poquito más buenos que el mundo, cuando el estándar con el que es el mundo no es la santidad misma de Dios.
Mis hermanos amados, no sé si has dimensionado la clase de vida a la que estamos siendo llamados.
La vida en el reino no es necesariamente una vida liviana y acomodada a los estándares de este mundo; es una vida en la que nuestras relaciones, nuestros ojos, nuestros pensamientos, nuestras intenciones, todas sabemos que están delante de Dios y las sometemos a Él.
Examinemos cómo estamos viviendo, mis hermanos, ¿somos solo una versión mejorada de este mundo y de esta cultura o realmente estamos reflejando la santidad de Dios en toda nuestra manera de vivir?
Pero somos conscientes de que nadie puede llegar a esta medida por pura fuerza de voluntad; necesitamos una nueva naturaleza.
La audiencia de Jesús no tenía la información que ahora nosotros tenemos; que su muerte en la cruz sería la buena noticia de que Él nos daría su Espíritu y ahora podríamos vivir una vida conforme a su voluntad.
Nadie puede ser santo como Dios es santo a menos que haya sido apartado en la regeneración y puesto aparte, algo que el Señor alcanzó con su muerte en la cruz.
Si incluso nos esforzamos en guardar todos estos mandamientos, todavía nos falta una obra interna porque la ley por sí misma no produce este tipo de justicia. Como dice Romanos 8:3-8:
Pues lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la carne, Dios lo hizo: enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne, 4 para que el requisito de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. 5 Porque los que viven conforme a la carne, ponen la mente en las cosas de la carne, pero los que viven conforme al Espíritu, en las cosas del Espíritu. 6 Porque la mente puesta en la carne es muerte, pero la mente puesta en el Espíritu es vida y paz. 7 La mente puesta en la carne es enemiga de Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, pues ni siquiera puede hacerlo, 8 y los que están en la carne no pueden agradar a Dios.
Si hemos creído en Cristo, podemos vivir una vida de santidad e imitar a Dios porque el Espíritu Santo mora en nosotros.
Hermanos, que nadie se vaya de aquí sin esperanza. Este pasaje puede que esté exhibiendo lo mediocres que hemos sido en nuestra manera de vivir en el Reino, pero la misericordia del Señor sigue extendida y Él espera que aquellos que le han conocido vengan a Él en arrepentimiento para recibir gracia y el impulso para una vida santa.
Tenemos un gran trecho por delante, tenemos todavía el llamado de vivir una vida que refleje el propósito por el cual existimos; que Dios nos ayude.
[1] William Barclay, Comentario Al Nuevo Testamento (Viladecavalls (Barcelona), España: Editorial CLIE, 2006), 54.
[2] David F. Burt, Seréis Perfectos, Mateo 5:1–48, 1a Edición, vol. 3, Comentario Ampliado del Nuevo Testamento (Barcelona: Publicaciones Andamio, 1999), 265.