Recientemente, leía un blog en el cual un fiel de la Iglesia Romana se propone “conquistar” o “traer de vuelta” a la “verdadera iglesia” a los protestantes o evangélicos, a quienes denomina “hermanos separados”. Con este fin, el autor del blog comparte algunos “testimonios” de pastores evangélicos que decidieron abandonar su ministerio y sus congregaciones, para unirse a la “Iglesia que fundó Jesucristo y los apóstoles”. Dentro de estos testimonios encontré el de un pastor americano, quien narra cómo fue convencido por un sacerdote para ingresar a la iglesia del Papa.
En una conversación, en la cual el pastor trataba de convencer al cura de la doctrina de la justificación por la sola fe, le mostró algunos pasajes de la Biblia que hablan sobre ello. A lo cual el sacerdote le dijo que hasta el diablo puede citar la Biblia, y que no toda interpretación es conforme a la verdad. Según él, la iglesia de Roma tiene la interpretación correcta porque está en armonía con las declaraciones que hicieron los padres de la Iglesia (primeros siglos de la era cristiana). El sacerdote le mostró que la doctrina de la justificación por la sola fe se contradice con otros pasajes de la Escritura, pues, Santiago dice que la fe sola es la que caracteriza a los demonios, y esa fe no los salva. Además, Pablo en 1 Corintios 13:2 dice: “y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy”. Por lo tanto, concluye el cura, si la sola fe fuera suficiente para salvar al pecador, ni Santiago ni Pablo hubiesen dicho que se requiere el amor o las obras para ser salvos.
La doctrina católica romana de la justificación
Sobre esta base o esta clase de interpretación fue que la Iglesia Católica Romana construyó, poco a poco, su doctrina sobre la salvación o la justificación del pecador. Ahora, ¿son los padres de la iglesia una fuente pura de verdadera interpretación bíblica? No es desconocido que los padres de la iglesia escribieron sobre diversos temas de doctrina, de manera tal, que podemos extraer de ellos una diversidad de interpretaciones teológicas. Ni la Iglesia Romana, ni las Iglesias reformadas o protestantes históricas, están de acuerdo con todas las declaraciones que los padres de la iglesia hicieron, pero, cada una, toma lo que más se aproxima a su forma particular de interpretación o vivencia de la fe.
Es así que podemos citar a la Didaché para demostrar la justificación por la fe más obras, cuando dice: “Vigilad sobre vuestra vida, no se apaguen vuestras linternas, ni se desciñan vuestros lomos, sino estad preparados, porque no sabéis la hora en que va a venir el Señor. Reuníos con frecuencia, inquiriendo lo que conviene a vuestras almas, porque de nada os servirá todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento”.
Pero también podemos citar a Clemente de Roma, quien, en su carta a los Corintios, capítulo 32, versos 3-4 dijo: “En conclusión, todos fueron glorificados y engrandecidos, no por méritos propios ni por sus obras o justicias que practicaron sino por voluntad de Dios. Luego tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad llamados en Jesucristo, nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia, piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe, por la que el Dios omnipotente justificó a todos desde el principio”.
De manera que es imposible extraer un sustento seguro para la doctrina de la justificación por fe + obras que luego se fue construyendo poco a poco dentro de la Iglesia Católica Romana.
Un documento que recoge lo que es la doctrina romana sobre la justificación por la fe más las obras es el que resultó del Concilio de Trento (siglo XVI), en el cual dice lo siguiente: “Si alguno dijere que el pecador se justifica con la sola fe, entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad; sea excomulgado” (Canon IX).
De lo cual se desprende que para la Iglesia Católica Romana la salvación o justificación del pecador depende de dos cosas: la gracia de Dios y la responsabilidad humana. La gracia por sí sola no puede salvar a nadie, si la persona no colabora con ella a través de la fe (producto de la voluntad humana) y las buenas obras.
Ahora, este sistema de creencias había sido combatido por la iglesia cristiana en el siglo IV cuando se levantó Pelagio, un monje británico que enseñaba que el hombre no nace espiritualmente muerto, y tiene la capacidad de buscar la salvación por sí mismo y de hacer el bien de manera que Dios lo acepte.
San Agustín, el gran teólogo africano de ese siglo, hizo una excelente defensa de la doctrina bíblica del pecado y la caída. Demostró que la doctrina de Pelagio era contraria a las Escrituras y que el hombre nace muerto espiritualmente, de manera que no tiene la capacidad para buscar a Dios y mucho menos para hacer buenas obras que satisfagan las demandas de la perfección divina. Por tal razón, el pelagianismo terminó siendo condenado.
Lastimosamente, la doctrina pelagiana nunca pudo ser exorcizada completamente de la iglesia, y unos años más tardes, brotó en una manera moderada, que hoy día denominamos “semipelagianismo”. Esta doctrina, a pesar de lo moderada que sea, nuevamente se levantó en contra de la doctrina que la Iglesia creyó en los primeros siglos y que fue ratificada en los “anatemas” contra Pelagio. El semipelagianismo cree que, aunque el pecado original produjo un gran daño espiritual en el ser humano, solo requiere de un poco de ayudar de parte de la gracia de Dios para que él, por sí mismo y de su propia voluntad, vuelva su mirada al Creador y busque efectivamente al Redentor. Pero siendo que el hombre es quien toma esta decisión de buscar la salvación, él también es responsable de preservarla, pudiendo, entonces, en caso de irresponsabilidad, perderla para siempre. Sus buenas obras (las cuales incluyen a la fe misma) se constituyen en un elemento fundamental para obtener y preservar la gracia de Dios.
La doctrina evangélica o reformada
En el siglo XVI Dios usó a hombres valerosos para que restauraran la doctrina de la justificación, tal y como había sido enseñada por muchos de los padres de la iglesia, en especial, San Agustín; siguiendo el claro mensaje que había sido enseñado por las Escrituras.
Gracias a los reformadores la iglesia volvió a creer en la doctrina de la justificación por la sola fe, es decir, que el hombre, muerto en sus delitos y pecados e incapaz de hacer el bien según Dios o de buscarlo por sus propias fuerzas; solo puede ser salvo de su condición pecaminosa por una acción soberana y completa de la gracia de Dios, regenerando el alma, dando el don de la fe y del arrepentimiento; perseverando en el converso por medio del Espíritu, de manera que nunca caiga de ese nuevo estado sino que sea finalmente salvo e introducido al estado eterno de glorificación.
Esto es muy claro, no sólo por la exposición doctrinal que hiciera Agustín, sino porque la Biblia lo enseña de manera prolija y clara: “Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no sería gracia. Y si es por obras, ya no es por gracia” (Ro.11:6); “Porque por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de él, ya que por medio de la ley es el conocimiento del pecado, y son justificados gratuitamente por su gracia” (Ro. 3:20, 24, 28); “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8).
Aunque el Concilio de Trento condenó a los que creyeran esta verdad, debemos recordar que la doctrina de la iglesia debe proceder de la enseñanza clara de la Palabra de Dios, y no de las opiniones o conveniencias de los hombres. Por lo tanto, si la Palabra lo enseña es deber de todo creyente creerlo, así sea excomulgado de la iglesia visible, más nunca lo será de la iglesia verdadera de Cristo.
Una nota de equilibrio
Hoy día hay un gran desconocimiento en el mundo evangélico de la doctrina bíblica de la justificación por la fe sola, tal y como fue recuperada por los reformadores en el siglo XVI, pues, no es verdad que la Biblia enseñe que somos salvos simplemente por un asentimiento intelectual o emocional respecto a Cristo.
Muchos evangélicos de hoy día, desconectados de la fe histórica, creen que lo único que se requiere para ser justificados es levantar la mano en señal de recibir a Cristo, o en repetir una oración. No, la fe salvadora es una profunda convicción, que afecta todo el ser, de que Cristo es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Pero, aunque soy salvo por la fe sola, esta fe, cuando es real y sobrenatural, resultado del nuevo nacimiento del Espíritu, no viene sola. La fe salvadora viene acompañada de la gracia para obedecer la Ley de Cristo, para amarlo a través de la obediencia, para andar en buenas obras.
Es por eso que Pablo habla en 1 Corintios 13 de la fe sin amor, o Santiago habla de la fe relacionada con las buenas obras. Si digo que soy salvo pero vivo como un demonio, efectivamente tengo la fe de ellos. Si digo que tengo mucha fe, incluso con la capacidad de mover las montañas, pero no tengo la manifestación más grande de la salvación: el amor a Dios y al prójimo; nada soy.
La fe se evidencia por las obras, y así como Abraham fue justificado gratuitamente por la gracia de Dios, pero fue justificado ante los demás por su obediencia; el verdadero creyente confirma la fe que le justifica por medio del andar en este mundo como Cristo anduvo. En esto no hay contradicción.
El Señor nos ayude a vivir nuestra justificación a través de la obediencia activa a Cristo.