Devocional para el 8 de mayo

Versículo base: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y Sus faldas llenaban el templo.” (Isaías 6:1, NBLA)

La visión que transforma la adoración

En junio de 1953, millones de personas alrededor del mundo presenciaron con asombro la coronación de la reina Isabel II en la Abadía de Westminster. Observaban reverentes cómo líderes, dignatarios y ciudadanos se postraban ante una monarca terrenal, inclinándose profundamente y pronunciando votos de lealtad. Esta impresionante ceremonia, con toda su solemnidad, es apenas un pálido reflejo de lo que Isaías experimentó al contemplar al Rey del universo en toda su santidad. Si una ceremonia real terrena puede inspirar tal reverencia, ¿qué sucede cuando realmente vemos a Dios en su trono celestial?

Entendiendo el pasaje

El relato comienza situándonos en un contexto particular: “En el año que murió el rey Uzías”. Esta referencia histórica carga un peso teológico significativo. Uzías, quien había disfrutado de un reinado próspero, terminó sus días bajo el juicio divino por su orgullo al intentar usurpar funciones sacerdotales. Su muerte representa el fracaso de los sistemas humanos frente a la eternidad del Reino de Dios. Mientras Uzías se corrompió por su arrogancia, el Señor permanece inmutable en su santidad.

La visión muestra a Dios “sentado sobre un trono alto y sublime”, simbolizando su autoridad suprema como gobernante del universo. Los serafines que rodean el trono proclaman “Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos”, una triple repetición que enfatiza la absoluta pureza divina. Este no es simplemente un Dios sin pecado; es un Dios completamente distinto, separado y perfecto. Los cimientos del templo tiemblan y el humo llena el lugar, manifestaciones físicas de una presencia espiritual tan poderosa que la creación misma apenas puede contenerla.

Tres verdades bíblicas

  1. La santidad de Dios expone nuestra pecaminosidad La reacción inmediata de Isaías ante la visión no es admiración, sino desesperación: “¡Ay de mí! Estoy perdido, porque soy hombre de labios impuros”. Así como la luz más brillante revela hasta la más pequeña imperfección, la santidad divina ilumina cada rincón oscuro de tu alma. No puedes permanecer neutral ante su presencia. Esta es la experiencia de todos los que han tenido un encuentro genuino con Dios: Pedro exclamó “soy hombre pecador” (Lucas 5:8), Job confesó “me aborrezco” (Job 42:6). Cuando te encuentras verdaderamente con Dios, ves claramente quién eres.
  2. Solo Dios puede solucionar nuestro problema de pecado Isaías no intenta purificarse a sí mismo ni ofrece compensación alguna. Es Dios quien actúa: “Y voló hacia mí uno de los serafines, trayendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar”. Este carbón representa el sacrificio purificador, una imagen que apunta directamente a Cristo. El altar donde ardía el fuego simboliza el lugar donde la justicia divina y su misericordia se encuentran. Esa mezcla de ira contra el pecado y amor por el pecador convergen perfectamente en la cruz, donde Jesús, como cordero sacrificial, cargó con tu culpa para que pudieras acercarte al Dios santo.
  3. La redención nos transforma y nos capacita para adorar Cuando el serafín declara “tu culpa ha sido quitada y tu pecado perdonado”, Isaías es liberado para responder al llamado divino: “Heme aquí, envíame a mí”. Ya no está paralizado por su indignidad, sino capacitado para servir. Esta transformación va más allá de un cambio de estado legal; es un cambio profundo de identidad y propósito. Es por esto que Jesús le dijo a la mujer samaritana que “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). La adoración auténtica fluye naturalmente cuando comprendes quién es Dios, quién eres tú ante Él, y lo que ha hecho para reconciliarte.

Reflexión y oración

La visión de Isaías nos revela una verdad fundamental: cuanto más claramente vemos la santidad de Dios, más conscientes somos de nuestra necesidad y más profunda es nuestra adoración cuando somos redimidos. Aunque no tenemos visiones como la de Isaías, tenemos algo superior: la revelación completa en Cristo, a quien Juan identificó como la gloria que Isaías contempló (Juan 12:41). Cada encuentro con Dios sigue este patrón: su santidad nos expone, su gracia nos redime, y su llamado nos moviliza.

Padre Santo, me postro ante tu trono de gracia, asombrado por tu perfecta pureza y majestad. Reconozco mi indignidad ante ti, pero te alabo porque has provisto purificación a través del sacrificio de Cristo. Gracias por tocar mis labios impuros y declarar “tu culpa ha sido quitada”. Ayúdame a responder como Isaías, disponible para tu servicio. Que cada día pueda conocerte más profundamente para adorarte con mayor sinceridad y entrega. En el nombre de Jesús, amén.

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Jacobis Aldana, pastor Iglesia Bíblica Soberana Gracia

Sobre el autor de este devocional diario

Este devocional es escrito y narrado por el pastor Jacobis Aldana. Es licenciado en Artes Teológicas del Miami International Seminary (Mints) y cursa una Maestría en Divinidades en Midwestern Baptist Theological Seminary; ha servido en el ministerio pastoral desde 2011, está casado con Keila Lara y es padre de Santiago y Jacobo.