La Palabra de Dios está llena de versículos que nos enseñan que Dios dará a nuestra vida aquello que necesitamos, pero también nos muestra que esto puede diferir de aquello que nuestro corazón anhela. (Proverbios 19:21; Proverbios 16:1)
Puedes leer estas líneas y pensar, esto no puede ser verdad, Dios nos conoce y conoce los anhelos de nuestro corazón y él nos dará todo aquello que deseemos, pero no es así. Estaría hablando de algo diferente a lo que él nos muestra en su Palabra.
Nuestros deseos, anhelos y peticiones a Él, pueden ser buenos. Podemos pedir o anhelar cosas que sabemos que serán de bendición, pero ¿y qué si esa no es la voluntad de Dios?, ¿Acaso esto lo hace un Dios tirano y egoísta? De ninguna manera.
Muchas veces esos anhelos o deseos solo nos muestran lo centrados que seguimos estando en nuestros propios corazones, en nuestras propias necesidades o emociones; pero no podemos olvidar que quien conoce y guía nuestro caminar es Él.
No voy a decirte que es fácil renunciar a algunos sueños, porque definitivamente duele. Pero es justo en ese momento cuando llega el tiempo de predicarnos a nosotros mismos, de poner sus designios por encima de los nuestros, es el momento donde la Palabra de Dios debe hacerse vida en nuestra vida, donde debemos recordar todo aquello que hemos leído, escrito, estudiado y meditado.
Definitivamente es mucho más fácil dar un concejo a otros, predicarle a otros, pero cuando llega el momento de hablarle todas esas verdades a nuestro corazón, es donde llega la difícil prueba; es como si el Señor nos dijera: ya lo conoces ahora ponlo en práctica, ahora vívelo.
Y es que nuestro caminar con Dios se trata precisamente de eso, de poner en práctica y vivir todo aquello que nos enseña su Palabra, así nos parezca incomprensible, así nuestra razón dicte otras direcciones, es el momento de hacer un alto y pensar: ¿Realmente creo en la verdad y en la infalibilidad de la Palabra de Dios? ¿Realmente creo que mi vida está en sus manos y que sus propósitos son más altos y perfectos que los míos?
Es justo en ese momento donde debes llevar a tu corazón a rendirse a Dios y recordar que Él es bueno, que todo cuanto hace es perfecto, que nuestra mente finita nunca será capaz de reconocer su grandeza y sus propósitos, pero que para eso se nos ha sido dado el creer en El, tener la seguridad y confianza de que El Dirige nuestras vidas.
Indiscutiblemente llegaran muchos momentos a nuestra vida en el que sea el tiempo de predicarnos a nosotros mismos, de aplicar una y otra vez todo aquello que en medio de ese devocional subrayaste, o tal vez eso que en alguna predicación reafirmaste con un Amén.
Ese es el momento en el que podemos reconocer que estamos a prueba, es el momento en el que debemos hacer menguar nuestro propio yo, para que Él crezca, es el momento de reconocer que donde somos débiles Él es fuerte, es allí cuando debemos reflexionar, como lo hizo el apóstol Pablo, en si su gracia nos es suficiente o si buscamos algo más.
Es el momento en el que debemos decirle a nuestro corazón como lo hizo el salmista:
¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, Salvación mía y Dios mío. Salmo 42:5-11
Y estas dos líneas del libro de salmos definen perfectamente lo que debemos hacer, hablarle con firmeza a nuestro corazón lleno de emociones y de deseos muchas veces egoístas y recordarle que nuestra esperanza es Dios, que a Él iremos en todo momento y en toda situación.
A nuestro corazón diremos, que aun en los momentos más difíciles, más tristes, mas confusos a Dios alabaremos, porque así no veamos cumplidos nuestros anhelos, podemos descansar en que ya Él nos ha dado algo que sin duda jamás podríamos haber anhelado si El mismo no hubiese abierto nuestros ojos, y esto es Su Salvación.
Que glorioso regalo inmerecido, más alto que nuestros pensamientos, más glorioso que cualquiera de nuestros sueños. Jeremías 29:11
Porque jamás nuestro corazón pecaminoso hubiese podido apartar sus ojos de él mismo, para ver la grandeza del Señor; jamás hubiésemos podido pedirle ser rescatados, jamás hubiésemos podido salvarnos a nosotros mismos. Pero Él, en su misericordia y amor infinito, un día nos levantó de entre los muertos, nos lavó, nos imputó la justicia de su propio Hijo para que pudiéramos llamarle Padre, para que pudiéramos llegar hasta El.
Así que cualquiera que sea tu petición no contestada, tu anhelo no cumplido, tu tiempo de espera para ese anhelo que ves disolverse en el tiempo, recuerda que Él es Dios; que él tiene el control de todo cuanto acontece, pero sobretodo recuerda que a sus hijos, a quienes le amamos, debe bastarnos su gracia, porque todo aquello que el obra en nuestra vida es siempre para bien.