La Iglesia: Nacida del Espíritu y la Palabra

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El nacimiento y el sustento de la Iglesia son, sin lugar a dudas, un misterio que no puede explicarse únicamente desde una perspectiva humana. ¿Qué llevó a un grupo de discípulos temerosos a convertirse en los líderes de un movimiento que cambió el curso de la historia? ¿Qué permitió que la Iglesia, desde su frágil comienzo, prevaleciera a lo largo de los siglos, enfrentando persecuciones, herejías y desafíos de toda índole?

Para responder a estas preguntas, debemos mirar al inicio de la Iglesia tal como lo relatan los primeros capítulos del libro de los Hechos. Allí encontramos el testimonio claro de dos elementos fundamentales que hicieron posible el surgimiento y la permanencia de la Iglesia: la obra del Espíritu Santo y la proclamación fiel de la Palabra de Dios.

El poder del Espíritu Santo y la Iglesia

Desde el Antiguo Testamento, se anunciaba un tiempo en que el Espíritu Santo vendría de manera definitiva y transformadora sobre el pueblo de Dios. Joel 2:28-32 proclama este momento, anunciando que el Espíritu sería derramado sobre toda carne, inaugurando los últimos tiempos y trayendo consigo salvación, convicción de pecado y una obra sobrenatural en la vida de los creyentes.

Esta promesa se cumplió en el día de Pentecostés. Los discípulos, que antes estaban llenos de temor y confusión tras la ascensión de Jesús, recibieron el poder del Espíritu Santo tal como el Señor les había prometido. A partir de ese momento, todo cambió. Los apóstoles, que antes eran hombres comunes y corrientes, comenzaron a actuar con una valentía, sabiduría y poder que no provenían de ellos mismos, sino del Espíritu que los llenaba.

El Espíritu Santo tuvo un papel esencial en el nacimiento de la Iglesia, y sigue siendo indispensable para su sustento. Entre sus obras destacan:

  • Convicción de pecado: Solo el Espíritu puede abrir los ojos de las personas para que reconozcan su condición delante de Dios y su necesidad de arrepentimiento.
  • Unidad entre los creyentes: A pesar de las diferencias culturales, sociales y personales, el Espíritu mantiene a la Iglesia unida en un propósito común: glorificar a Dios y anunciar el evangelio.
  • Consuelo y fortaleza: En medio de persecuciones y pruebas, el Espíritu Santo da a los creyentes la fuerza y el ánimo necesarios para perseverar.
  • Capacitación para la obra: Los dones que el Espíritu concede permiten que cada miembro del cuerpo de Cristo contribuya al crecimiento de la Iglesia.

Hoy, más que nunca, necesitamos reconocer nuestra dependencia del Espíritu Santo. Él no es un elemento opcional de nuestra fe, sino el fundamento mismo de nuestra vida cristiana y comunitaria. Es gracias a Él que la Iglesia puede continuar avanzando, proclamando el evangelio y transformando vidas.

El poder de la predicación y la Iglesia

Junto con la obra del Espíritu, la proclamación de la Palabra de Dios ha sido el otro elemento indispensable para el surgimiento y el crecimiento de la Iglesia. En Hechos 2, inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo, Pedro se pone en pie y predica un mensaje lleno de convicción y autoridad. Este sermón, considerado el primero de la era de la Iglesia, es un ejemplo claro del poder transformador de la Palabra de Dios.

Pedro no habló desde su experiencia personal ni presentó ideas propias. Su mensaje estuvo basado en las Escrituras, explicándolas con claridad y aplicándolas a su audiencia. El resultado fue asombroso: tres mil personas creyeron, se arrepintieron y fueron bautizadas ese mismo día.

La predicación de la Palabra tiene el poder de:

  • Convencer y transformar: Cuando la Palabra es proclamada con fidelidad, el Espíritu la usa para penetrar en los corazones y llevar a las personas al arrepentimiento.
  • Exaltar a Cristo: Toda verdadera predicación debe tener a Cristo como su centro. Pedro presentó a Jesús como el cumplimiento de las Escrituras, el Mesías prometido y el Salvador del mundo.
  • Llamar al arrepentimiento: Una predicación fiel no solo informa, sino que confronta y llama a una respuesta. Pedro instó a su audiencia a arrepentirse y a volverse a Cristo, ofreciendo tanto una advertencia como una esperanza.

Hoy, muchas iglesias han descuidado este elemento esencial. Se predican mensajes motivacionales, experiencias personales o filosofías humanas, pero se ha dejado de lado la proclamación fiel de la Palabra de Dios. Esto es un error grave, pues solo la Palabra tiene el poder de transformar vidas y edificar la Iglesia.

Espíritu y Palabra: Fundamentos inquebrantables

El nacimiento de la Iglesia no fue producto de estrategias humanas, sino de la intervención divina a través del Espíritu y la Palabra. Estos mismos elementos son los que han sostenido a la Iglesia a lo largo de los siglos y los que garantizarán su permanencia hasta el regreso de Cristo.

En un mundo cada vez más hostil al evangelio, necesitamos volver a estos fundamentos. Debemos orar para que el Espíritu Santo actúe con poder en nuestras vidas y comunidades, y debemos comprometernos a proclamar fielmente la Palabra de Dios, confiando en que Él la usará para llevar a cabo Su obra.

Algunas aplicaciones prácticas:

  • Dependencia del Espíritu Santo: Busca al Espíritu en oración y somete tu vida a Su guía. Pídele que obre en tu iglesia para traer unidad, fortaleza y frutos visibles del evangelio.
  • Compromiso con la Palabra: Exige y anhela predicaciones centradas en la Escritura. Dedica tiempo personal a leer, estudiar y meditar en la Biblia, permitiendo que transforme tu vida.
  • Testimonio valiente: Como los discípulos en Pentecostés, comparte el evangelio con valentía, sabiendo que no dependes de tus propias fuerzas, sino del poder del Espíritu.

La Iglesia nació y se sostiene por la obra del Espíritu Santo y la proclamación de la Palabra de Dios. Estos fundamentos no solo explican el cambio dramático que experimentaron los discípulos en los primeros días de la Iglesia, sino que también son la clave para nuestro testimonio y crecimiento hoy.

Que nunca olvidemos nuestra dependencia de estas verdades. Que oremos fervientemente por la obra del Espíritu en nuestras vidas y comunidades. Que exijamos y nos deleitemos en la predicación fiel de la Palabra. Y que, al hacerlo, seamos una Iglesia que glorifique a Dios y que sea un testimonio vivo de Su gracia y poder en un mundo que desesperadamente necesita conocerle.

Amén.

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