Manuscrito
Texto bíblico: Mateo 5:13-16
Hemos visto en las bienaventuranzas el carácter que debe tener el pueblo del Reino. Jesús describió a personas que el mundo considera débiles e irrelevantes: los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los misericordiosos. Gente que no aparece en portadas de revistas ni ocupa posiciones de poder.
Así que nos surge una pregunta: ¿Para qué? ¿Por qué Dios quiere un pueblo con ese carácter? ¿Cuál es el propósito de ser pobre en espíritu, manso o misericordioso en medio de un mundo que valora todo lo contrario?
La respuesta está en los versículos que estudiaremos hoy. Y lo fascinante es que no es una respuesta nueva. Es la misma respuesta que Dios ha dado desde el principio de la historia: cuando Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y lo puso en un jardín para que reflejara su gloria en medio de la creación. Ese era el propósito.
Cuando Dios llamó a Abraham, le dijo: “En ti serán benditas todas las familias de la tierra”. No lo llamó solo para bendecirlo a él, sino para que por medio de él su gloria alcanzara a las naciones.
Cuando Dios constituyó a Israel como nación, les dijo: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. ¿Por qué? Para que las demás naciones vieran en Israel al Dios verdadero. Su santidad debía comunicar la gloria de Dios al mundo. Esta es la gran idea de Levítico y, una vez más, vemos esa conexión entre el Antiguo Testamento y esta expresión de la ley del Señor para su Reino.
Dios siempre ha querido tener un pueblo que muestre su gloria.
Y ahora, sentado en el monte, Jesús mira a sus discípulos y les dice algo sorprendente: “Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo”.
Este es el corazón del Sermón del Monte. Aquí está el propósito de todo lo que Jesús ha enseñado y enseñará. Las bienaventuranzas, la justicia superior, las relaciones correctas, la vida de oración, todo apunta hacia esto, lo cual es el argumento que quiero proponerles:
Dios ha llamado a un Reino de discípulos para que sean sal y luz del mundo y extiendan así su gloria.
Y vamos a desarrollar nuestro texto a la luz de los siguientes encabezados:
1. La declaración del Rey: “Ustedes son”
2. Sal de la tierra: Un pueblo distinto
3. Luz del mundo: Un testimonio visible
1. LA DECLARACIÓN DEL REY: “USTEDES SON”
Noten cómo empieza Jesús. No dice: “Algún día llegarán a ser sal de la tierra”. Tampoco dice: “Esfuércense por convertirse en luz del mundo”.
Ustedes son, es una afirmación. Una declaración contundente sobre su identidad. Jesús mira a este pequeño grupo de hombres comunes, llenos de defectos y limitaciones, y reconoce algo que los poderosos de su época no podían ver. Ellos, no los fariseos con sus largas oraciones. Ellos, no los sacerdotes con sus vestiduras ceremoniales. Ellos, no el imperio romano con todo su poder militar.
¿Por qué puede Jesús hacer esta declaración? ¿Acaso estos hombres ya eran perfectos? ¿Ya habían alcanzado la madurez espiritual? No. La razón es simple: son sal y luz por cuanto son sus discípulos. Lo son porque lo siguen a Él, porque están siendo transformados por Él, porque manifiestan el carácter que acababa de describir en las bienaventuranzas.
No es sal de la tierra todo el que dice ser cristiano. Es sal el que sigue de cerca el ejemplo de Cristo y anda como Él anduvo. No tiene efectos benéficos en la sociedad cualquier entidad que se llame iglesia, sino solo aquella que está bajo el genuino señorío de Cristo.
Aquí hay un eco del Antiguo Testamento que no podemos ignorar. Cuando Dios dio la ley a Israel en el monte Sinaí, les dijo algo similar. Antes de darles los mandamientos, antes de explicarles cómo debían vivir, les recordó quiénes eran: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre”. Primero la identidad, después la obediencia.
Y cuando Dios quería que Israel comunicara su gloria a las naciones, les decía una y otra vez: “Sean santos, porque yo soy santo”. Isaías lo expresó claramente cuando habló del Siervo de Yahveh:
“Yo soy el Señor, en justicia te he llamado; te sostendré por la mano y por ti velaré, y te pondré como pacto para el pueblo, como luz de las naciones”. (Isaías 42:6)
“Te haré luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Isaías 49:6).
Israel debía ser luz para las naciones. Esa era su identidad, su llamado. Pero fallaron. Se jactaban de sus conocimientos superiores, se creían los preferidos de Dios y despreciaban al mundo gentil. Pablo mismo habla de cómo los judíos se consideraban “guías de los ciegos, luz de los que están en tinieblas” (Romanos 2:19), pero su vida contradecía su pretensión.
Ahora Jesús toma esas mismas palabras y se las aplica a sus discípulos. Es como si dijera: Ustedes piensan que los fariseos y escribas son la luz del mundo; ellos mismos se consideran la élite espiritual, pero yo les digo que ustedes, mis seguidores, son la verdadera luz.
Y esto debe llenarnos de asombro y consuelo. A pesar de nuestros defectos, complejos, debilidades y pecados, si realmente somos sus discípulos, Cristo nos ve como su especial tesoro. Ante los ojos de Dios no cuenta el poderío de los imperios, ni la sofisticación de la cultura, ni las ceremonias religiosas elaboradas, ni siquiera la aparente piedad de los religiosos. Lo que cuenta es la vida de su amado Hijo manifestada en nosotros.
Pero viene con esto una responsabilidad seria. Si somos sal y luz, debemos vivir como tal. La pregunta entonces no es si tenemos la etiqueta de “cristiano”, sino si manifestamos verdaderamente el carácter del Maestro.
Solo los pobres en espíritu, los mansos, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacificadores pueden dar sabor a este mundo insípido. Solo ellos pueden iluminar la oscuridad.
Vamos a ver ahora la forma en que eso se ve, y aquí el Señor usa magistralmente dos ilustraciones que nos son muy conocidas, pero que capturan de manera completa la idea acerca de qué es lo que los discípulos de Cristo estamos llamados a hacer.
2. SAL DE LA TIERRA: UN PUEBLO DISTINTO
Mateo 5:13
Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres.
Jesús usa una imagen que todos sus oyentes conocían: la sal. Pero ¿qué quiere decir exactamente con esta metáfora?
Algunos comentaristas prefieren enfatizar el poder preservativo de la sal, su capacidad como antiséptico para retardar la corrupción. Ven a los cristianos como aquellos que frenan el mal en la sociedad. Y hay verdad en eso. El propósito de ser creyente en el mundo tiene una función de frenar el mal, pero es más que eso. De hecho, si lo piensas bien, eso nos pone más en una función de influenciar para que lo que ya es malo no lo sea tanto cuando de todos modos será quitado.
Si solo limitamos la influencia del creyente a refrenar el mal, no hay mucho de ese propósito general de Dios de mostrar su gloria al mundo. Ser sal es más activo, no pasivo.
De hecho, el uso bíblico de la sal apunta principalmente a otra cosa: al sabor. Pablo dice que nuestra conversación debe estar “sazonada con sal” (Colosenses 4:6). Job pregunta: “¿Se come sin sal lo insípido?” (Job 6:6). Marcos y Lucas, al registrar estas mismas palabras de Jesús, usan el término “sazonar”.
Y para que la sal cumpla esa función, debe tener un sabor totalmente diferente de la comida a la que condimenta. Ahí está el punto. La diferencia entre Cristo y el mundo es la diferencia entre la luz y las tinieblas, entre lo salado y lo insípido.
Los discípulos son diferentes porque siguen a Cristo y manifiestan su carácter. Si dejan de vivir como Él en el mundo, si se vuelven mundanos en sus actitudes y comportamiento, pierden su función. ¿Cómo podrán dar el sabor de Dios a la sociedad? ¿Cómo podrá la gente llegar a apreciar el buen gusto del evangelio?
Ahora, algunos se han preguntado: ¿puede la sal realmente perder su sabor? El cloruro de sodio puro no se deteriora. Pero Jesús no está pensando en una fórmula química de laboratorio. Está hablando de la sal que se vendía en los mercados de aquella época, que no era sal pura.
Algunos comentaristas mencionan que:[1]
La sal del mar Muerto, por ejemplo, solo constaba de un tercio aproximadamente de sal de cocina. No se vendía refinada. Las partes más fácilmente disociables de esa mezcla, por influencia de la humedad, podían afectar el sabor. La sal de los pantanos y lagunas adquiría fácilmente un sabor rancio o alcalino debido a su mezcla con yeso y otras sustancias.
La sal útil era la que había pasado por un proceso de refinación riguroso; era altamente apreciada y considerada imprescindible, pero la sal que no era pura, que estaba contaminada, ya no servía para nada. Solo queda echarla fuera y pisotearla, lo cual es una clara referencia al juicio de Dios.
Estas palabras nos enseñan dos cosas sobre nuestra relación con el mundo.
Primero, cuán estrecha debe ser esa relación. El discípulo no ha sido quitado del mundo, sino colocado en medio de él para penetrarlo con su sabor salado. La sola sal no tiene provecho; su función es apreciable cuando entra en contacto con lo insípido, cuando se mezcla con la comida. El discípulo nunca debe intentar aislarse del mundo. Sería la negación de su llamamiento.
Segundo, cuán radicalmente distinta debe ser su vida. Tan diferente como lo es la sal de la comida en la cual es vertida. La convivencia con el mundo no debe hacer menguar o desaparecer nuestro sabor distintivo.
Esta es la tensión del discipulado: estar en el mundo, pero no ser del mundo. Cerca, pero diferente. Presente, pero distintivo.
Pero no podemos pasar por alto la seria advertencia del Señor, porque ser sal no es opcional. El discipulado no tiene propósitos egoístas. Debemos saber que vivimos en este mundo para mostrar a Cristo; ese es nuestro llamado activo. Alguien que no está viviendo como un discípulo, que esconde su fe y que se camufla con el mundo, ha negado su naturaleza esencial como cristiano.
Esto es confrontador y cambia nuestra manera de ver la vida misma. Todos amamos el no ser estorbado de nuestra comodidad, pero el llamado del discípulo no es a estar cómodo.
A ser sal de salero solamente. Hemos creado una versión del cristianismo muy personal; pero visto desde esta perspectiva, somos parte de un reino y tenemos una misión específica, extender el reino de nuestro Rey atrayendo a otros a su reino.
Ay de aquel pueblo si, en vez de cumplir su cometido, se vuelve mundano en su propia manera de vivir.
¿Te das cuenta del desafío que esto representa? Que no hay una separación entre nuestra adoración del domingo y el resto de las cosas que hacemos de lunes a viernes. Que nuestra adoración y testimonio no están confinados solo al culto y las reuniones con otros creyentes.
Resulta muy fácil ser creyente cuando estamos con otros creyentes; el reto es cuando tenemos que serlo con los que no conocen al Señor.
¿Qué dicen las personas que no conocen a Cristo acerca de tu fe? No me refiero a que digan que crees en Dios; ¿pueden ellos ver algo del carácter de Cristo reflejado? ¿Su integridad, compromiso con la verdad, su amor, su entrega compasiva? ¿Qué ven?
Me temo, mi querido hermano, que hemos estado viviendo muy cómodos en nuestra religión; el discípulo se hace discípulo cuando otros pueden ver el carácter de su maestro en ellos. Pero el creyente no solo está llamado a salar y a ser diferente al mundo, sino a alumbrar, a atraer los ojos de otros a la luz que sale de ellos.
3. LUZ DEL MUNDO: UN TESTIMONIO VISIBLE
Mateo 5:14-16
Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos.
Jesús acaba de decir que somos sal. Ahora añade otra imagen: Ustedes son la luz del mundo.
Esta declaración debió sorprender a sus oyentes. Ellos sabían que las Escrituras hablaban del Mesías como la luz que vendría a las naciones. Isaías lo había profetizado claramente.
“Yo soy el Señor, en justicia te he llamado; te sostendré por la mano y por ti velaré, y te pondré como pacto para el pueblo, como luz de las naciones”… “Te haré luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Isaías 42:6; 49:6).
Pero ahora Jesús, mirando a este grupo de galileos sin educación formal ni posición social, les dice: Ustedes son la luz del mundo. No los fariseos con toda su supuesta piedad. No los sacerdotes con sus ceremonias elaboradas. Ustedes, mis discípulos.
¿Por qué pueden ser luz? Por la misma razón que son sal: porque le siguen a Él. Cristo es la verdadera luz. Ellos solo reflejan esa luz. Son como la luna que brilla en la noche porque el sol la ilumina. Sin Cristo, no hay luz en ellos. Con Cristo, resplandecen y esa luz tiene un propósito claro: iluminar un mundo que está en tinieblas.
Cuando Jesús habla de luz, está hablando de algo más que conocimiento intelectual. La luz en las Escrituras representa todo lo bueno que Dios es y hace. Representa su verdad, su justicia, su santidad, su amor. Representa vida en medio de muerte, esperanza en medio de desesperación, dirección en medio de confusión.
El mundo sin Cristo está en oscuridad profunda. No importa cuántos avances tecnológicos haya, cuántas universidades se construyan o cuántos libros se escriban. Sin Cristo, la humanidad camina a tientas en la oscuridad moral y espiritual.
Y los discípulos han sido puestos en medio de esa oscuridad para brillar. Esto significa que nuestra fe no puede ser invisible. Para explicar esto, Jesús usa dos ilustraciones sencillas que lo deja claro.
Primero, una ciudad sobre un monte. Imaginen una ciudad construida en lo alto de una colina. Durante el día, todos la ven desde kilómetros de distancia. No hay manera de esconderla. Piensen en la misma Jerusalén (creo que el uso de la ilustración pudo haber sido intencional por parte del Señor con el fin de mantener la analogía), la ciudad que los discípulos conocían bien. Levantada hace más de cinco mil años, protegida por los Montes de Judea, visible desde todos los valles circundantes. Desde el Monte de los Olivos se contempla toda la ciudad con sus murallas y edificios, imposible de ocultar. Majestuosa en su posición elevada. Así son los discípulos: puestos para ser vistos.
Segundo, una lámpara en una casa. En aquellos días, las casas de la gente común tenían una sola habitación. La lámpara, que no era muy potente, se colocaba en un soporte alto en la pared para que su luz alcanzara todos los rincones. ¿Quién en su sano juicio encendería una lámpara y luego la taparía con una vasija? Nadie. Sería absurdo. Negaría el propósito mismo de encenderla.
Dios no nos ha salvado para que vivamos una vida cristiana secreta, escondida, invisible. Nos ha puesto en el mundo para que brillemos. Para que nuestra manera de vivir sea notada, observada, vista por otros.
Y esto es incómodo para muchos de nosotros. Preferimos una fe privada, personal, que no moleste a nadie ni llame la atención. Queremos ser cristianos, pero sin que se note demasiado. Queremos la salvación, pero sin el costo del discipulado público.
Pero Jesús dice: Si la luz está escondida, no cumple su propósito.
El versículo 16 es clave: “Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas acciones y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”
¿De qué buenas obras habla Jesús? Del comportamiento que fluye naturalmente del carácter que describió en las bienaventuranzas. De la vida que Él mismo va a delinear en el resto del sermón: una vida de integridad radical, amor sacrificial, generosidad genuina, perdón sincero, confianza en Dios.
Cuando la gente ve eso en ti, cuando observan que tu matrimonio es diferente, que tu honestidad en el trabajo es diferente, que tu respuesta ante la ofensa es diferente, que tu uso del dinero es diferente, que tu actitud en el sufrimiento es diferente, se preguntan por qué. Y es porque ahí está la luz de Jesús brillando en ti.
Ahora, esto no significa que debamos hacer buenas obras para que nos vean y nos aplaudan. Jesús va a advertir contra eso en el capítulo 6. No se trata de presumir nuestra espiritualidad. Se trata de vivir de tal manera que cuando otros vean nuestra vida, no piensen: “Qué buena persona”, sino: “Qué grande es su Dios”. Para que glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Ahí está el objetivo final. No que te admiren a ti, sino que alaben a Dios. No que digan: “Eres increíble”, sino que digan: “Tu Dios es verdadero”.
Me gusta pensar en la idea del sol y la luna. Esta última no tiene luz propia, solo es el reflejo de la luz del majestuoso sol. Unas veces ese reflejo es grande, glorioso, perfecto, otras veces es tenue y apenas perceptible, pero ahí está.
No siempre nuestra luz es potente, pero siempre ha de ser el reflejo de la luz que recibimos de nuestro Sol de justicia.
Eso es aterrador y glorioso a la vez. Aterrador porque somos tan frágiles, tan propensos a fallar, y glorioso porque Dios ha confiado en nosotros para mostrar su gloria al mundo.
Este es el gran misterio de Dios. Él pudiera mostrar su gloria en todo su esplendor de manera directa, pero decide usar espejos borrosos como nosotros para reflejarlo.
¡Oh, mis hermanos!, es tan abrumador ese sentido de indignidad que solo puede tener explicación a la luz de la gracia.
Como ven, este es el corazón del Sermón del Monte. Aquí está el propósito de todo lo que Jesús ha enseñado y enseñará.
Las bienaventuranzas describen el carácter del Reino. La justicia superior que demandará más adelante define cómo deben vivir los ciudadanos del Reino. Pero todo esto tiene un fin claro: que seamos sal y luz del mundo para que la gloria de Dios sea extendida.
El discipulado se vive de dos maneras: por contraste y por referencia.
Ser sal es vivir por contraste. Es ser radicalmente diferente del mundo. Tan diferente como la sal de la comida insípida. Nuestras actitudes, decisiones, valores y prioridades deben contrastar con las del mundo. No podemos mezclarnos tanto que perdamos nuestro sabor distintivo. El mundo necesita probar que hay otra manera de vivir.
Ser luz es vivir por referencia. Es ser el punto hacia el cual otros miran. No para admirarnos a nosotros, sino para ver en nosotros el reflejo de Cristo. Para que cuando observen nuestras vidas pregunten: ¿De dónde viene esa paz? ¿Por qué ama así? ¿Cómo puede perdonar de esa manera? Y la respuesta los lleve directamente a glorificar al Padre que está en los cielos.
Desde el principio, Dios ha querido tener un pueblo que muestre su gloria. Lo quiso con Adán y Eva en el Edén. Lo quiso con Abraham y su descendencia. Lo quiso con Israel cuando les dijo: “Sean santos porque yo soy santo”. Y ahora lo quiere con su Reino de discípulos.
Por eso le importa tanto a Jesús el carácter de las bienaventuranzas. Por eso demandará una justicia que supere la de los escribas y fariseos porque sin ese carácter transformado, sin esa justicia del corazón, no podemos ser sal ni luz. Y si no somos sal y luz, la gloria de Dios permanece oculta para el mundo.
Este es el llamado que tenemos como discípulos de Cristo. No vivir una fe privada y cómoda. No esconder nuestra luz. No perder nuestro sabor. Sino vivir de tal manera, con tal contraste y tal referencia, que otros vean y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos.
¿Estás viviendo así? ¿Tu vida contrasta con el mundo o te has vuelto indistinguible de él? ¿Tu vida apunta a Cristo o solo a ti mismo?
La sal que no sabe a sal no sirve para nada. La luz escondida no cumple su propósito. Pero el discípulo que vive en santidad, que refleja el carácter de Cristo, que exhibe la justicia del Reino, ese discípulo comunica la gloria de Dios al mundo.
Y esa ha sido siempre la misión de su pueblo.
[1] Burtd, David; Seréis Perfectos – Publicaciones Andamio, 1a edición 1999. (Citando a Hendrikssen, pg. 29 Comentario: El evangelio Según San mateo)