Manuscrito
Texto bíblico: 1 Juan 3:16-18
Los niños han aprendido del resumen de la ley en Mateo 22:37-40: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”. Este es el grande y primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.”
El Señor resume toda la ley en amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, pero, ¿Realmente entendemos qué significa amar a nuestro prójimo? Si deseamos obedecer, debemos entender el mandamiento de amar, especialmente considerando las palabras del Señor sobre los últimos días en Mateo 24:10-12: “Muchos se apartarán de la fe entonces, y se traicionarán unos a otros, y unos a otros se odiarán. Se levantarán muchos falsos profetas, y a muchos engañarán. Y debido al aumento de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará”.
Estamos en esos últimos días, lo que hace más relevante el amar bíblicamente. Si escuchamos sobre la necesidad del amor, pero no sabemos qué es amar, nos arriesgamos a amar erróneamente.
Tal vez, pensamos en 1 Juan 4:8: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”. Sí, Dios es amor, pero esto no es una definición. Si definimos el amor como a Dios mismo y no conocemos completamente a Dios según la Biblia, tendremos infinitas definiciones de amor. Nuestra definición de amor para practicarlo no se basará simplemente en decir que Dios es amor, sino en entender qué significa ese amor.
La primera epístola a los Corintios, capítulo 13, tampoco define qué es el amor, sino qué hace el amor bíblico: es paciente, bondadoso, no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante. Son características del amor, pero no una definición.
Por ello estudiaremos 1 Juan 3:16-18.
… “En esto conocemos el amor: en que Él puso Su vida por nosotros. También nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él? Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”…
Argumento:
El amor en el creyente, como el de Cristo, no solo es compasivo, es misericordioso y nos impulsa a obrar por el bien del ser amado.
Estudiaremos este pasaje en tres aspectos:
- ¿Cómo es el amor modelado en Cristo? (v.16)
- El amor fingido (v.17)
- El verdadero amor manifestado (v.18)
1. ¿Cómo es el amor modelado en Cristo? (v.16)
En la primera epístola de Juan, el apóstol del amor se dirige a cristianos perseguidos y que enfrentan necesidades tangibles. En este contexto de adversidad, Juan les recuerda las marcas del verdadero creyente, entre las que está el amor. Para estos cristianos perseguidos, que quizás no percibían palpable el amor de Dios en medio de sus dificultades, el apóstol sabía que necesitaba recordarles la mayor muestra de amor de Dios a la humanidad y como esto debe motivarnos hoy en día a hacer visible ese amor entre hermanos.
¿No es esto igualmente real para nosotros hoy? Vivimos rodeados de un mundo que nos invita a centrarnos en nosotros mismos, olvidando al que está a nuestro lado pasando necesidad física o espiritual. El apóstol Juan nos invita a quitar los ojos de nosotros mismos para fijarlos en el otro, porque Cristo se despojó de todo para bendecirnos.
El apóstol, tras advertir contra el odio usando el ejemplo de Caín, dice: “Todo el que aborrece a su hermano es un asesino” porque lo que es visible proviene de lo que es invisible: antes que el pecado se manifieste, ha echado raíces en el corazón.
Luego de esta advertencia contra el odio, habla del amor. El amor también se hace visible porque dentro han nacido raíces profundas que lo motivan. Esas raíces están en el amor de Cristo por nosotros y el entendimiento de cuán grande es este amor.
¿Qué sucede cuando damos órdenes a nuestros hijos y no entienden? Normalmente desobedecen. Así pasa con nosotros si no entendemos qué significa amar al prójimo. Es fundamental obedecer con entendimiento de a qué se refiere y cómo se ve amar al prójimo como Él nos amó.
Hay una tragedia en nuestro idioma: a todo le llamamos amor. En el mundo, el amor es definido como un sentimiento. Cuando ya no siento las emociones iniciales, o las circunstancias se vuelven difíciles, según esa definición, podría decir que el amor se acabó.
Pero si el amor fuera un sentimiento, Dios no nos mandaría a amar. A mí no me gusta el cilantro, y por más que lo intente, no me gustará. Dios no manda que nos guste el prójimo. El gusto es un sentimiento, pero el amor no. El amar depende de nuestra voluntad; es una decisión que no depende del receptor, sino de quien ama.
¿Has hecho algo digno para merecer el amor de Dios? No, ninguno ha hecho más que pecar para necesitar del amor de Dios.
El Señor escogió dejarnos su palabra en lenguas ricas en conceptos. Lo que llamamos amor, en el griego bíblico corresponde a múltiples palabras:
- Eros (deseo erótico)
- Philia (amistad)
- Storge (amor familiar o fraternal)
- Ludus (juegos)
- Pragma (amor perseverante)
- Philautía (autoestima)
Pero la palabra usada para referirse al amor de Dios es ágape, un amor desinteresado, no egoísta, que pone al otro por encima de sí mismo.
Si en la iglesia y hogares no enseñamos qué es el amor, el mundo lo enseñará a nuestros hijos y hermanos, y en el mundo amor equivale a sexualidad. Debemos equiparnos para conocer y enseñar el amor bíblico, el amor ágape, para dar un estándar del amor entre hermanos.
El estándar es el estándar de Cristo. Para que este amor sea un mandamiento, no puede ser una emoción; debe ser una elección, algo que dependa del ejercicio de nuestra voluntad.
El amor ágape no es eros. No es bíblico pensar que amar a alguien autoriza relaciones fuera del matrimonio. La intimidad solo puede darse plenamente bajo el vínculo matrimonial. No es storge (amor familiar) ni philos (afinidad). El amor mostrado por Cristo es ágape, que no depende del ser amado, sino de la decisión incondicional de quien ama.
Un amor que, como veremos más adelante, nos lleva, al igual que Cristo, a sacrificarnos por nuestros hermanos porque sí hacemos parte de la misma familia, la familia de Dios, y sí tenemos algo en común mayor que cualquier cosa en este mundo, un mismo Padre y un mismo Salvador, Cristo Jesús.
El amor de Cristo no es egoísta. Dicen que no hay amor como el de madre, pero los padres amamos esperando ser amados. No hay amor como el amor de Dios. Dios nos amó cuando éramos pecadores y enemigos, dice Romanos 5:8: “Dios demuestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
La compasión mira la necesidad y se compunge, pero no actúa. La misericordia mueve el corazón por alguien que lo necesita. Pero la gracia es tener misericordia con quien te hizo daño, con tu enemigo. Eso hizo el Señor: se compadeció porque somos polvo, vio nuestra miseria, se hizo hombre sujeto a nuestros padecimientos y, siendo sus enemigos, lo clavamos en la cruz donde derramó su sangre para limpiarnos y hacernos hijos de Dios.
¿Cómo debemos responder? Si Dios hizo tan grande obra de amor, ¿qué me impulsa a hacer? Lo mismo. “Sed imitadores de mí como yo soy de Cristo”, dijo Pablo. Cristo vino a servir, no a ser servido. Cristo no se aferró a ser como Dios para entregarse por nosotros.
Romanos 5:6-8 dice: “Mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Difícilmente habrá alguien que muera por un justo, aunque tal vez alguno se atreva a morir por el bueno. Pero Dios demuestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
Él se entregó por nosotros, quienes lo clavamos en la cruz. Tú y yo participamos de su crucifixión con nuestros pecados. Cristo moriría, aunque solo una persona hubiera pecado, así que individualmente Cristo murió por mi pecado. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
El sacrificio de Cristo debe motivarnos a ofrecer nuestros bienes, vida, tiempo y capacidades para ayudar a nuestros hermanos según sus necesidades. No puedo imitar a Cristo sin hacer nada.
2. El amor fingido (v.17)
“Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él?”
Lo visible proviene de lo invisible. Cuando vemos un árbol frondoso, sabemos que tiene raíces profundas, aunque no las veamos. En el creyente fructífero, esas raíces corresponden al amor de Cristo por nosotros.
Cuando Jesús curó al paralítico en Marcos 2 y le dijo: … “Tus pecados son perdonados”. Los fariseos murmuraron sobre quién podía perdonar pecados… Jesús, conociendo sus corazones, les dijo: … “¿Qué es más fácil decir, que sus pecados son perdonados o que se levante?” Ambas cosas son imposibles para nosotros, pero si pudiéramos hacer alguna, preferiríamos algo no comprobable. ¿Quién podía verificar si el paralítico había sido perdonado? Es obra invisible del Espíritu Santo. Pero Cristo dijo: “Para que vean que el Hijo del hombre tiene autoridad para perdonar pecados: levántate y anda”. Hizo visible lo invisible para que no quedara duda.
El Espíritu Santo nos invita igualmente: dices que amas a Dios, que amas a tu prójimo, entonces no solo dilo, hazlo.
Santiago 2:15-17 dice: “Si un hermano o hermana no tienen ropa y carecen del sustento diario, y uno de ustedes les dice: ‘Vayan en paz, caliéntense y sáciense’, pero no les dan lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta”.
Somos salvos por gracia, pero la gracia que salva no viene sola. Somos justificados por la fe, pero la fe que justifica se manifiesta en obras que nos muestran como justos delante de los hombres.
Dios no necesita nuestras obras para conocernos, porque conoce nuestro corazón. Pero delante de los hombres somos justificados cuando hablamos y vivimos justamente, cuando nos compadecemos del otro.
No finjamos amor, demostrémoslo. Cualquier otra cosa es hipocresía. El Señor nos pide no solo compasión, sino misericordia: ver la necesidad y obrar conforme a esa necesidad.
3. El verdadero amor manifestado (v.18)
“Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”
“Las palabras se las lleva el viento”. 1 Juan 4:20 dice: “Si alguien dice: ‘Yo amo a Dios’, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto”.
No podemos decir que amamos a Dios y despreciar a nuestros hermanos. Cristo dijo que ambos mandamientos son equiparables: amar a Dios y al prójimo como a ti mismo. Debo cuidar del prójimo como cuidaría de mí, de mi cuerpo, de mi alma.
Cuando dice “amen al prójimo como a sí mismos”, no habla de narcisismo, sino de cuidado. No puedes ofrecer lo que no tienes; si no te cuidas, no podrás cuidar a nadie más.
¿Qué significa amarse a sí mismo? Muchos matrimonios terminan porque los cónyuges no saben qué significa amarse a sí mismos. No es narcisismo como menciona 2 Timoteo 3:2: “Los hombres serán amadores de sí mismos”. Aquí la palabra no es ágape, es philautía (autoestima), donde solo uno mismo importa. En 1 Juan es ágape, amor centrado en el otro. Este amor debe experimentarse primero con uno mismo antes de ofrecérselo a otros.
El amor al prójimo debe estar enmarcado en sustentar y proteger, como hacemos con nosotros mismos. Si me amo de verdad, debo crecer en cuatro áreas para madurar:
- En sabiduría (mentalmente)
- En estatura (físicamente)
- En gracia para con Dios (espiritualmente)
- En gracia para con los hombres (relacionalmente)
Cómo Cristo creció, según Lucas 2:52: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres”.
Si me amo bíblicamente, me preocuparé por alimentarme para alcanzar madurez mental, física, espiritual y relacional. Pero el amor también es sustentar, cuidar y proteger. También me protegeré de todo lo que pueda entorpecer mi crecimiento: cuidaré las películas que veo, la música que escucho, las personas con las que hablo, los lugares que frecuento, lo que como y bebo.
Así amo a mi esposa: decidí amarla como me amo, procurando que crezca mental, física, espiritual y relacionalmente, y al amarla con amor ágape, decido protegerla de todo lo que pueda afectar su crecimiento. Así nos pide el Señor que nos amemos unos a otros, requiriendo una actitud sacrificial.
No vamos a morir en la cruz como Cristo, pero dar de nuestro tiempo, bienes y talentos para bendecir a otros es imitarlo.
Como dice el pastor David Barceló: “Fácilmente entendemos la generosidad (tengo mucha agua, tienes sed, te doy agua) y el servicio (tienes sed, yo no, busco un vaso y te lo doy)”. Pero no entendemos el sacrificio: ambos tenemos sed, hay solo un vaso, y decido dártelo.
Eso hizo Cristo: no solo no se aferró a ser Dios, también se negó a sí mismo como hombre, no procuró lo que buscamos para realización propia, invirtió su vida en sus discípulos, les lavó los pies y murió en la cruz por sus pecados. No es un estándar alcanzable, pero sea nuestra meta caminar en esa dirección cada día para gloria de su nombre.
Debemos procurar dar nutrientes que faciliten el crecimiento integral y permitan la madurez mental, física, espiritual y relacional de nuestro prójimo, aunque nos cueste. Amar es proteger y proveer.
Hermano, hermana, no puedes amar como Dios ama si no te amas primero. Si no provees y te proteges a ti mismo, no puedes ofrecer eso a nadie. Si no creces espiritualmente, ¿cómo ofrecerás algo para que alguien crezca espiritualmente? “De lo que tengo te doy”, dijo el apóstol Pedro. Pero no son solo palabras, son acciones que respaldan esas palabras. Mis palabras hablan, pero mis acciones gritan.
Esto no es poca cosa: hacerlo muestra si eres de Dios o no. Quien ve al necesitado y no le extiende la mano, no es de Dios como el rico ante Lázaro. Quien es movido a misericordia es de Dios, como la viuda que alimentó al profeta Eliseo.
Conclusión y aplicaciones
Nuestras diferencias con cualquier hermano no deberían llevarnos a no relacionarnos, porque lo que nos une es mayor que cualquier punto de vista distinto. Si el Señor nos manda amar a nuestros enemigos, ¿Cuánto más a mi hermano y hermana? Y si no lo siento, porque hay personas difíciles de amar, está bien: no es gusto, es amor, y el amor se cultiva intencionalmente orando unos por otros e involucrándonos para el bien de sus vidas y almas. Todos éramos difíciles de amar para Dios, pero lo imposible para los hombres es posible para Dios. El hombre incrédulo solo puede amar a los que son como él (philos o storge), pero Cristo nos capacita en su Espíritu Santo a amar como Él nos ama, con amor ágape.
El amor nos lleva a confiar en Dios y orar en fe. El sacrificio de Cristo es la mayor muestra de amor. Si Dios no nos negó a Cristo, ¿No tendrá cuidado de sus hijos en aspectos menores? Romanos 8:32: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?” Por eso 1 Juan 3:21-22 dice: “Si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos delante de Dios. Y todo lo que pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos Sus mandamientos y hacemos las cosas que son agradables delante de Él”.
El amor de Dios nos hace sus amigos, ya no sus enemigos. Juan 15:12-15: “Este es Mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, así como Yo los he amado. Nadie tiene un amor mayor que este: que uno dé su vida por sus amigos. Ustedes son Mis amigos si hacen lo que Yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero los he llamado amigos, porque les he dado a conocer todo lo que he oído de Mi Padre”. ¡Qué privilegio ser llamados amigos de Dios!, poderle conocer y, en el poder de su Santo Espíritu, obedecerle. Porque dijo el Señor: “Si me aman, obedezcan mis mandamientos.”
El amor invisible del corazón se hace visible en la acción. Nuestras raíces están en el amor de Cristo por nosotros y el entendimiento de cuán grande es este amor. Esto debe motivarnos a ofrecer nuestros bienes, vida, tiempo y capacidades para ayudar a nuestros hermanos según las necesidades. Porque al final, Dios no nos está pidiendo hacer algo que antes Él ya no haya hecho por nosotros.
Este patrón lo vemos a lo largo de las Escrituras: antes del mandato está lo que Dios hace que lo sustenta. Si nos manda amar, es porque ya Él nos ha amado; si nos manda servir, es porque Él ya nos ha servido; si nos pide sacrificar nuestro tiempo y comodidad por otros, es porque Él lo hizo hasta la muerte y muerte de cruz. Es entender que nuestras vidas muestran la gloria de Dios cuando nos negamos a nosotros mismos y tomamos la cruz de Cristo.
El aseo de la casa de la congregación, recoger las sillas, orar por las peticiones que nos comparten, visitar a los enfermos, ayudar al necesitado, dar transporte y colaborar cuando tengo la oportunidad; todo esto es tener cuidado del hermano, porque más bienaventurado es dar que recibir.
Necesitamos sabiduría para ayudar a madurar al hermano. En ocasiones, amar a mi hermano es negarle algunas cosas, así como el Señor hace con nosotros como sus hijos. Dios no nos da lo que queremos, nos da lo que necesitamos, y en ocasiones lo que necesita mi hermano es que estorbemos su pecado. Por eso, la exhortación es una muestra de amor. Extendemos la mano al necesitado físicamente, pero exhortamos al indisciplinado. Esto glorifica a Dios y nos hace más como Cristo, quien fue compasivo con la viuda, la mujer adúltera, el ciego y tantos otros, diciéndoles: “Tus pecados son perdonados, pero ve y no peques más”. También dijo a los fariseos: “Son sepulcros emblanquecidos, que se ven limpios por fuera y por dentro están llenos de podredumbre”.
Cristo es misericordioso, pero también justo. No se regocija en nuestro pecado, y tampoco debemos hacerlo nosotros. Es difícil ver nuestro pecado y arrepentirnos, y más señalarlo al otro con justa conciencia, porque “en esto que juzgas a otro te condenas a ti mismo si haces tales cosas”. Por eso, es una doble responsabilidad el exhortar: vivir de tal forma que lo que señalo no lo esté haciendo yo primero, y si es así, arrepentirme primero para llevar a otro hermano al arrepentimiento, para vivir ambos para la gloria de Dios.
Cristo al final murió no para darnos lo que queríamos, porque el hombre sin Dios no busca estar cerca de Él, pero lo hizo para resolver nuestra mayor necesidad de vivir separados de Él eternamente. Su sacrificio fue para cubrir mi necesidad, no mi deseo.
Vivamos el amor, que es el don mayor. 1 Corintios 13:12-13: “Ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza, el amor: estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”.
El don mayor es el amor, un amor sacrificial como el de Cristo.
Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
La numeración bíblica no fue inspirada, pero en la providencia de Dios, permitió que ambos textos del apóstol Juan compartieran capítulo y versículo. En el evangelio encontramos el indicativo: lo que Cristo hizo, la razón para amar a Dios, quien nos amó primero. En 1 Juan 3:16 encontramos el imperativo: el mandato de amar como Cristo nos amó.
Sacrificialmente, sea que esto signifique dar más de lo que estás dando o en sabiduría dar menos, pero buscando la madurez física, mental, relacional y espiritualmente, tuya y de tu prójimo porque lo invisible, nuestra pasión por Cristo, se manifiesta visiblemente en el amor por su iglesia, por su novia.
Si has confiado en Cristo, ama a tu hermano. Si aún no, ven a los pies del que te ama con profundo amor. Acepta su sacrificio y haz parte de la familia de Dios, para que seas amado por tus hermanos y puedas amarles a ambos como Cristo ya les amó.
Jesús tomó mi lugar en la cruz porque, aunque Dios no toma por inocente al culpable, tomó como culpable al inocente para hacernos justicia de Dios en Él. Y en esa obra perfecta en la cruz conocemos el perfecto amor de Dios, que nos lleva a que viva Cristo en nosotros. AMÉN.